LA TELARAÑA: diciembre 2016

viernes, diciembre 30

Balada de fin de año


La Telaraña en El Mundo.
  
 Al amanecer, todavía era de noche, pensé, seguro que parodiando a Monterroso, cuando caí en la cuenta de que esta iba a ser mi última columna del año 2016 porque ya despunta, clarea, alborea el año 2017 y no dejo de leer furiosas críticas y hasta notables reprimendas contra el año que nos deja (o, mejor aún, contra el año que dejamos atrás) con su racimo excesivo, siempre excesivo, de muertos famosos y no tan famosos, de mitos y casi leyendas o personajes de culto y también de gente común y corriente, muy común y muy corriente, gente anónima que no hizo sino seguir viviendo y padeció estrecheces injustificadas y difícilmente explicables, que atravesó fronteras como muros de acero, cristales rotos y espinas, que cayó en las peores zanjas y durmió en las calles ensangrentadas, que entregó sus penúltimos sueños a ese dios imposible que se nos aparece de vez en cuando, aunque sólo sea, por desgracia, para despedirse de nosotros.
 Se va el año, pues, igual que vino, con un rápido guiño del gran ojo turbio de la Historia y con un simple cambio contable, un único cambio de dígito en todas las agendas del universo. La contabilidad que nos importa, sin embargo, es la que tiene una escala mucho más humana, un resplandor efímero, una voluntad, tal vez, tan impostada como inagotable. Mañana, hoy mismo para el lector, cumplo sesenta años y empiezo a pensar, con Gil de Biedma, pero no sólo con él, que la verdad desagradable asoma, en efecto, y que envejecer, morir, es el único argumento de la obra. No me parece tan mala obra esa en la que permanece el escenario y los personajes entramos y salimos del foco de la escena sin otro guión que intentar representarnos lo mejor posible y hacer, finalmente, lo que hacemos. No más, pero tampoco menos.
 Hace tiempo que ya no hago balances cuando el año toca a su fin. Ni siquiera balances literarios o de listas de lecturas más o menos recomendables. El tiempo no se detiene y mirar atrás es sólo revivir la antigua maldición de la mujer de Lot, esa mujer que no tenía nombre en la Biblia y que sigue sin tenerlo a día de hoy. Los años se suceden, pues, igual que los libros que uno lee o escribe y también que el arte, que uno celebra u oficia, igual, en fin, que la cultura o la política oficiales bailando, ambas al unísono, entre el lodazal populista y la vieja cloaca erudita. Pasa lo mismo con nosotros, con nuestras risas y nuestros silencios, con nuestras ideas que ahora se encienden y luego se apagan como luciérnagas en mitad de la noche; y ese parpadeo es exactamente la vida. ¿Qué otra cosa podría ser?

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martes, diciembre 27

Señas de identidad


La Telaraña en El Mundo.
 
  No seremos más catalanes (pero tampoco menos) porque una castiza y abigarrada mayoría política, tal que MÉS, Podemos, PSIB y el PI, hayan decidido que lo seamos. Tal vez lo somos, en efecto. O tal vez no. Es posible que, a fuerza de que nos lo repitan, nos lo creamos. Pero también puede que, por lo mismo, acabemos por no entender ni una palabra de lo que nos cuentan. Yo me recuerdo observando desde las terrazas de un edificio, hoy estruendosamente tapiado, de las avenidas de Palma, los coros infinitos de la gente bailando sardanas los domingos de mi infancia y no sé si este hecho es una premonición definitiva o una desechable anécdota, otra más. Uno puede rebuscar su identidad donde le plazca, pero esa sombra que finalmente somos suele sernos muy esquiva y habitar, acaso, muy adentro de nosotros mismos.
 Por ello rebusco en mi árbol genealógico y me sale un frondoso sarpullido de ancestros con orígenes en Campanet y en el barrio palmesano de Santa Catalina. Me salen, también, un montón de conexiones perdidas, hace ya muchos años, con presuntos parientes de algún lugar incierto de Extremadura, de Larache (Tánger, Tetuán, tal vez del mismísimo jardín de las Hespérides), de algún islote, en fin, del siempre remoto Caribe. A todos ellos, mis queridos antepasados, los llevo siempre conmigo sin saber cómo ni por qué, pero ya me he acostumbrado tanto a su compañía que no me resultan ninguna carga. No se me quejan. No chirrían ni tampoco alborotan, cuando el mundo se nos planta tal cual es (o quiere ser, que no es lo mismo) y nos acaba pareciendo, el mundo, un decepcionante mal chiste o una ambulante estupidez sin ningún sentido, aunque parezca ir de enarbolar banderas y también banderines, pancartas y también pasquines. Estoy convencido de que, a mis antepasados, pese a ser de otras épocas y costumbres, les importa muy poco lo que, desde luego, a mí me importa nada. O menos que nada.
 Luego están los delirantes informes de los expertos de la comisión de la Diada representados, entre otros, por el inefable Cristòfol Soler, de la Asamblea Soberanista de Mallorca, o Maria Antònia Font, del sindicato STEI, nada menos. Pero ya lo dije. Uno puede buscar su identidad donde le plazca: hay paraísos artificiales, distopías y lodazales suficientes para todos. No hay que alarmarse, por lo tanto, si nuestra progresía fija sus señas de identidad (y las nuestras, ay) en el genocidio de la conquista, saqueo y posterior reparto de Madina Mayurqa antes que en el nacimiento histórico del Reino de Mallorca. Seguramente ignoran que manipular el pasado para construirse un futuro a medida es prostituir pasado y futuro; es convertir el frágil presente en una vergonzosa farsa.
 

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viernes, diciembre 23

La suerte y el azar


La Telaraña en El Mundo.
 
 Hace tiempo que ya no pillo ningún trébol de cuatro hojas ni encuentro herraduras clavadas sobre las puertas cerradas a cal y canto de las casas. Será que la suerte anda de capa caída o que ya agotó su limitadísimo cupo. Será, tal vez, que nos cuesta abrirnos a lo desconocido y pensar más allá de las estrecheces de un discurso que suele empezar, al alba, con el escepticismo de costumbre para acabar relamiéndonos, quizá al anochecer, con la sensación de que las cosas no han salido, en fin, como quisiéramos. Habría que saber, desde luego, qué méritos nos adornan y a qué nos hemos hecho realmente acreedores, pero ese es un tema muy espinoso que, hoy en día, casi nadie se plantea. Por si acaso, supongo.
 Con todo, la suerte es desde siempre un bien muy extraño, escaso y, sobre todo, improbable, que sucede muy de vez en cuando y que nos hace sonreír y hasta frotarnos los ojos, porque no es fácil, en efecto, desafiar el abrumador peso en contra de las probabilidades matemáticas y salir indemnes, ilesos, triunfantes incluso. Es magnífico, embriagador, ver cómo se derrumban todas las previsiones racionales y se disipa la pesada bruma de la lógica, el seny que hemos heredado no importa de quién ni cuándo. Ni un 12 de septiembre ni un 31 de diciembre: esto último, seguro.
 Pero a lo que íbamos. Es revelador, quizá apocalíptico, cambiar la estrecha mirilla por la que nos hemos acostumbrado a olisquear la realidad y el cielo y la tierra por una mirada nueva (o muy vieja, anterior a tanto cataclismo histórico como llevamos escrito en la sangre), una mirada abierta a ese azar existencial y metafísico que nos ronda más allá de la usura de las omnipresentes casas de apuestas online, los absurdos boletos de la primitiva, la invariable monodia de los niños de San Ildefonso que, en este mismo instante en que escribo estas líneas, están repartiendo el único premio al que suelo, por inercia o masoquismo, jugar un año y también otro. Todavía no han cantado el gordo, pero lo cantarán.
 Acaso la suerte sólo sea un instante de lucidez que da sentido a toda una vida. Saber, por ejemplo, que hace unos años estuve en el mismo mercadillo navideño de Berlín donde la muerte atropelló a la vida hace sólo unos días. Saber, desde luego, que cada cosa que hacemos obedece a algún motivo oculto en el tiempo, a alguna creencia, más o menos olvidada, que late en nuestro interior pugnando por salir y manifestarse, por convertirnos, tal vez, en otros. Sé que eso es muy difícil, pero estamos en Navidad y ya que alguien va a morir, metafóricamente, por nosotros, alguien debería, igualmente, revivir por él. Por todos nosotros. Feliz Navidad.
 

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martes, diciembre 20

De selfi en selfi


La Telaraña en El Mundo.

  De repente llueve con intensidad y hasta ventea con fuerza. Acaba de amanecer, pero la luz aún no ha tomado posesión del mundo: no se sabe cuándo lo hará y hay quien dice que no lo hará nunca. No hay que hacer caso a los agoreros, ni antes ni ahora ni después. Mientras tanto, abro las ventanas y observo la silueta alargada y tendida de la calle Olmos, extrañamente vacía y mojada, muy brillante, oscura. El tímido resplandor de un rayo me turba un instante la mirada. Creo que andamos entre la alerta amarilla y la naranja e, inmerso en ese juego de colores, espero que muy pronto acabe saliendo el arcoíris entero por el horizonte. No sería mala cosa.
 Hago memoria y recuerdo los informativos de ayer y anteayer, el de hoy, seguro que el de mañana. El torrente Gros se ha inundado y un reportero se mete hasta las rodillas en el agua para poder contárnoslo con todo lujo de detalles. Así da gusto. En San Magín ha estallado una tubería y ha saltado la pesada tapa metálica de una alcantarilla. Los atribulados reporteros nos la muestran (o nos la mostrarán, en definitiva) con cierto aire a misión cumplida en sus rostros. Se ha caído un muro en la calle Camilo José Cela y, sobre sus ruinas, una intrépida reportera intenta contarnos el desastre y mantener el equilibrio. La miro y siento, a la vez, un no sé qué de curiosidad y lástima. Me temo que cuando tenga que informar sobre algo peor o más grave no habrá quién le arriende las ganancias.
 Parece, pues, que la información de la realidad necesita, cada vez más, ser contrastada con imágenes y contorsiones en riguroso y convincente directo. En efecto, habrá que hacerse, y no exagero, porque ya se está haciendo, un selfi lo más impactante posible con el cuerpo mismo del delito, con la víctima o el culpable, según proceda, y propagarlo luego, a la velocidad de la luz y el vértigo, a través del vomitorio de las redes sociales por los telediarios de todas las televisiones, públicas, privadas o locales, por los infinitos canales más o menos descerebrados de YouTube, por todas las tertulias habidas y por haber de Telegram o WhatsApp. La información al poder, qué caramba.
 Está claro que, aquí y ahora, debería adjuntarles una foto de mi mujer y yo mismo achicando, juntos, el agua que ha inundado, esta noche, la pequeña galería donde tendemos la ropa recién lavada. Lo haría con muchísimo gusto, pero este reportero (que, por supuesto, no lo es) está de la sociedad del cotilleo institucionalizado, inmisericorde y frívolo hasta donde no puedo contarles sin ser, irremediablemente, grosero y hasta obsceno. Y eso sí que no debo permitírmelo. Faltaría más.

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viernes, diciembre 16

La basura de todos


La Telaraña en El Mundo.
 
  La realidad no es sólo un montón de cosas que suceden o no; es también el discurso, el lenguaje en acción que ordena esos sucesos, meciéndolos entre el caos del absurdo y esa leve brizna refrescante que nos transportan, a veces, algunas palabras, las que están bien dichas o escritas, seguramente bien pensadas. No es nada fácil, pues, encontrar el equilibrio entre ese lenguaje y esa realidad que se nos escapan por entre las celosías de la razón convertida, finalmente, en un filtro donde se nos acumula, inmisericorde, la basura. La basura general y la propia, la basura de todos. Es por ello, que no podemos realizarle una autopsia completa a ese cadáver exquisito de la realidad global y nos vemos impelidos a analizar tan sólo sus fragmentos: las huellas y los excrementos, los signos y los símbolos. A veces no hay otra forma de entender lo ininteligible. Y ni así.
 No voy a sobresaltarme lo más mínimo, porque todo, absolutamente todo, parece estar permitido. La realidad se ha vuelto laxa, informe, casi que líquida y no creo que sea por el sudor o los escalofríos que se avecinan, sino por la falta social de discurso, de lenguaje válido que la sostenga. Nos quedan los gestos, claro. Así, los miembros de la CUP, por ejemplo, convierten su realidad (y la nuestra) en unas fotografías rotas y abrasadas en público y bajo palio. La autoridad en sus manos es la hoguera de una nueva inquisición: la España negra, ahora la de las redes sociales y el smartphone en llamas, otra vez revisitada.
  Pero no hay que olvidarlo. Los de la CUP son gente de orden, aunque aparenten lo contrario, porque no se está en un gobierno si no se aspira a un orden, siquiera sea a ese orden propio y mayúsculo, infantil e infernal, con que Babel edifica sus ruinas y acaba derruida. Es lo que pasa cuando no hay diálogo ni discurso y la gente de orden se empeña en ordenarnos de forma ininteligible. Ya lo dije. A veces no hay forma de entender lo ininteligible.
  Estoy hablando de la basura y decido no abandonar el tema. Salgo a la calle y constato que Palma está sucia. Que hay zonas donde no la recogen o lo hacen tarde y mal. Será por ello que la teniente de alcalde de Ecología, Agricultura y Bienestar Animal (y presidenta de Emaya), Neus Truyol, recién acaba de presentar su plan de limpieza para 2017. No debiera hacer falta aclararles a los ecosoberanistas de Més que, por desgracia, tampoco basta con el discurso para ordenar completamente la realidad. También hace falta la acción. Sobre todo, si se trata de limpiar de basura las calles. O la vida misma.

 

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martes, diciembre 13

Juego de Tronos


La Telaraña en El Mundo.

 Este pasado puente de diciembre tenía pensado, entre los destinos más o menos exóticos que se me ocurren cada año, llegarme hasta las ruinas históricas (y ahora también sociales) de Atenas, pero no pudo ser. Las insalvables dificultades para encontrar vuelos directos o con horarios decentes me obligó a rescatar del olvido la dura prueba de los viajes en manada. Dicho y hecho, unos doscientos mallorquines (algunos, como yo, sin haber visto en la vida ni un capítulo de Juego de Tronos) desembarcamos estos días, sorprendentemente cálidos y apacibles, en algunas de las naciones más jóvenes de Europa y, a la vez, en algunas de las culturas más antiguas sobre la faz de la tierra: Croacia, Montenegro y Bosnia-Herzegovina. Dubrovnik, Kotor, Budva y Mostar.
 No sé, ahora, si sólo viajamos en el espacio o si también lo hacemos en el tiempo. Cierro los ojos y dejo que me invada la feliz fatiga de las horas subiendo y bajando por entre las torres y las guaridas escarpadas de los centinelas imaginarios, a un único paso del abismo violentamente azul y negro del mar, allá abajo, y del vértigo que, desde siempre, padezco. Quizá las murallas de Dubrovnik, además de encerrar la orgullosa historia de la República de Ragusa, sean el mejor mirador sobre el mar Mediterráneo (el Adriático, de hecho) que el tiempo, las guerras y los terremotos, que la destrucción o el amor y el odio, en todas sus facetas, han acabado respetando. Qué inmensa suerte.
 Alrededor de la belleza, sin embargo, crece aquí, como en todas partes, la especulación inmobiliaria (al parecer, de la mafia rusa) más galopante, el descontrol y la ineptitud oficiales más inverosímiles, la corrupción que convierte las laderas de las montañas en edificios que se vuelcan sobre el mar como sobre sí mismos. Mientras tanto, los autobuses avanzan dificultosamente por carreteras constreñidas, atraviesan túneles lóbregos, buscan una sombra donde aparcar por entre los solares arrasados y los rascacielos de nuevo cuño, ruinas ya inhabitables a los pocos meses de haber nacido.
 El pasado y el futuro (temibles, tal vez terroríficos) me sobrevuelan en este instante de calma, instalado en casa y con las maletas aún por deshacer. Repaso el álbum fotográfico y reparo en la frase de Tito sobre una de las puertas del casco medieval de Kotor. «Tude necemo, svoje nedamo», es decir, «Lo de ellos no lo queremos y lo nuestro no lo damos». Será por eso, tal vez, que en los hermosísimos reinos de taifas que he visitado estos días todos hablan dialectos similares de una única lengua común, pero dicen hablar, orgullosísimos, la suya propia y no las de los demás. Por lo visto, en todas partes cuecen habas. Las mismas habas.

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viernes, diciembre 9

Caballo del malo


La Telaraña en El Mundo.

Es posible que esa parejita joven y, tal vez, inocente, que se aleja del mundo, durante el fin de semana, para hacer el amor entre nubes de marihuana, salga indemne. Es posible, pero no seguro. Dependerá de ellos mismos, de si tienen o no más problemas que los propios de la curiosidad o más embargos que el asombro inicial por todo aquello que se desconoce, pero que se va aprendiendo, cómo no; todo se aprende: poco a poco o a trompazos. El problema viene luego, cuando el amor se enfría y las dosis aumentan y las hojas de marihuana se convierten en papelinas de ácido lisérgico, en cocaína, en pastillas de no sé sabe qué éxtasis o, finalmente, en heroína. La muerte fulminante sustituye a la vida a plazos mientras en el tocadiscos resuena al galope, Heroine, aquella vieja canción de la Velvet Underground, con el cadáver magnífico de Lou Reed al frente.

Hasta aquí la literatura, que es algo así como dar vueltas y más vueltas a las cosas para verlas desde todos los ángulos posibles, para verlas mejor, en definitiva, como le vino a decir el lobo feroz de la fábula a Caperucita Roja. Vivimos en ese bosque que Caperucita atraviesa a diario para ir a ver a su abuela y es seguro que alguien nos va a intentar devorar más temprano que tarde. Ojo avizor, por lo tanto.

Las estadísticas no suelen agotar la realidad, pero sí que ayudan a identificar y prevenir los problemas, nuevos o viejos, que no dejan de aparecer o regenerarse. Así, cuando ya creíamos que no quedaban heroinómanos, porque la muerte hizo tabla rasa en las décadas de los ochenta y noventa, resulta que es lo contrario. La heroína sigue cabalgando, ruidosa y febrilmente, entre nosotros. Por ejemplo, las incautaciones policiales de esa droga, en Baleares, han crecido un 366% en los últimos cuatro años y en Projecte Home (una institución que, si no hace milagros, es porque los milagros no existen) no dejan de recibir y atender a nuevas personas enganchadas a la heroína. A ese caballo peor que del malo.

Es posible que la parejita joven y, tal vez, inocente con la que empezaba estas líneas ya no sea tan joven ni tan inocente. Es posible que haya superado la fase más o menos introspectiva y sicodélica de los años sesenta (los setenta, en España) sin caer en la drogadicción generalizada y banal de las décadas posteriores hasta la actualidad. Es posible que cuando vean un joven delgado y fibroso, con la mirada vidriosa y perdida, se acuerden de aquellos amigos que se les quedaron en las cunetas donde una aguja parece prometerte la felicidad y no hace otra cosa que arrancarte el alma. Desahuciarte de ti mismo.

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martes, diciembre 6

Las estadísticas del catalán


La Telaraña en El Mundo.

 Habría mucho que hablar, supongo, sobre las estadísticas y su trémula razón de ser. Sucede, en fin, que la realidad, mientras hace como si jugara con nosotros, nos acaba desbordando. Escapa a nuestra comprensión, dejándonos a dos velas en cuanto nos despistamos, nos confiamos o nos dejamos llevar por la inercia, por cualquier tipo de inercia. Pasa muy a menudo que hacemos eso. Es entonces que la bruma que nos rodea se espesa, como un manto de plomo, y no hay forma humana de respirar ese aire que casi ya es sólido y letal y nada. No es de extrañar, pues, que nos venga de perlas contar con algunas cifras escogidas, con algunos tantos por ciento selectos (y también selectivos) para ir, de alguna manera, acotando espacios y conocimientos, para ir situándonos como si, en definitiva, estuviéramos descifrando lo que, de hecho, nunca llegaremos a descifrar del todo. Ni maldita la falta que nos hace.
 Resulta que el IX Informe sobre la situación de la lengua catalana (2015) refleja que el uso de la lengua autóctona de Baleares ha menguado, qué horror, entre los años 2004 y 2014. Es decir, que tras una década de absoluta inmersión lingüística, de férrea dictadura oficial y oficiosa del catalán por sobre todas las otras lenguas del orbe ha disminuido el porcentaje de los habitantes de las islas que lo usan de forma voluntaria y natural: del 45% a sólo el 36,8%. Es para sentirse muy frustrados. O quizá no.
 Para empezar, el informe lo firman el Institut d'Estudis Catalans (IEC), Omnium Cultural y la Plataforma per la Llengua. ¿Podemos confiar en ellos? La verdad es que no lo sé, pero si yo quisiera, como llevan lustros haciendo ellos, seguir viviendo del enorme potencial dilapidador del erario nacionalista y disfrutar, sin límites ni cortapisas, del riego torrencial, impactante y selectivo de las subvenciones económicas no encontraría mejor manera que abonar, cuidadosa y febrilmente, el terreno de abrojos y espinas. De dificultades y entuertos más o menos irresolubles. ¡Siempre hace falta más dinero para que broten muchos más catalanes y catalanas de lengua única, gloriosa y hasta imperial! O así.
 Hace años, un viejo y «malsofrit» amigo escritor mallorquín me confesó que sentía que la lengua catalana era su patria. Tengo testigos, aunque no sé si testificarían. Recuerdo que le miré con toda mi simpatía, pero también con el asombro desencantado del que sabe que no tiene patria alguna, del que usa su renqueante lengua española para ir avanzando a tientas en esa inhóspita, titánica labor que es ir desbrozando el mundo de tópicos y lugares comunes, de patrias, por muy lingüísticas y litúrgicas que sean, al servicio de no se sabe nunca qué enmascarados o poderosísimos señores.





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viernes, diciembre 2

Palma (de Mallorca)

La Telaraña en El Mundo.

 Cada mañana, mientras desayuno, ojeo este mismo diario. He escrito ojeo y no hojeo, porque en la plataforma digital Orbyt el papel brilla por su ausencia y no hay otra forma de pasarle las páginas virtuales al periódico que a golpe figurado de mouse. La cuestión es que, al abrir la aplicación, siempre me quedo unos segundos meditando si me apetece leer la edición que el programa me propone por defecto, que es la de Madrid, o si prefiero, por ejemplo, las de Barcelona, Valencia o, quizá, Ibiza. ¿Por qué no las de Soria, Burgos, Sevilla o Alicante? ¿País Vasco?
 Al final, me decanto por la edición de Mallorca, claro, porque el programa imita a la realidad (igual que la prensa, por otra parte) y España es sólo un montón de islas que se convierten en archipiélago las unas gracias a las otras y todas juntas y revueltas, todas a la vez, parecen, al fin, algo definido en un mapa que es más una declaración de intenciones, una proyección burocrática, que un mapa real, un plano auténtico de algún tesoro de valor incalculable, tal vez la España de arrugas profundas como alforjas repletas de heridas incurables, que no dejamos de buscar, aunque nos importe un carajo que, muy posiblemente, ya no exista.
 Hay muchísimas cosas que ya no existen, pero que hacemos como si existieran, porque nos va mucho en la impostura irracional de esa búsqueda, en ese acto mágico de fe (o de ficción maravillosamente bien urdida) que no podemos, de ninguna de las maneras, disimular. En efecto, por mucho que nuestro discurso de cada día parezca buscar la fragmentación y nutrirse, puntual, pero constantemente, del desorden general en que nos movemos, lo que nos atrae de veras es la pulsión invencible de lo atávico. Esa perversión, entre nostálgica y desencantada, del mito del eterno retorno que nos lleva a creer que alguna vez, en algún lugar, fuimos ya quienes realmente somos. Cuánto nos gustaría volver, siquiera fugazmente, a serlo.
 Luego salgo a las calles y calle Olmos arriba o abajo me pierdo entre los vecinos, los turistas y los mendigos, con sus dientes de charol, sin reconocer a casi nadie mientras la ciudad me muestra (o tan sólo me insinúa) su nombre actual entre las luces de las marquesinas donde se acaba anunciando todo aquello que se vende. Palma o Palma de Mallorca, según gobiernen unos o gobiernen otros. PMI leo, sin embargo, en los buscadores de vuelos, que es el único lugar en que Palma (de Mallorca) es un lugar de partida o de destino, uno de esos lugares paradisíacos o infernales en los que sólo se pueden hacer cosas tan importantes como nacer o morirse. Nada menos.

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