LA TELARAÑA: enero 2017

martes, enero 31

Los muros de Trump


La Telaraña en El Mundo.

 Quería visitar Nueva York durante unos días (en realidad, intento escribir un libro en el que la calle del muro, es decir, Wall Street, la isla de Manhattan y los orígenes franceses de la Estatua de la Libertad tienen su papel y pensaba documentarme in situ) cuando las últimas disposiciones de Donald Trump para con las idas y venidas de los extranjeros de no importa qué países me ha quitado la idea de la cabeza. No sé si habrá libro, pero lo que es seguro, de momento, es que no habrá viaje.
 Recuerdo ahora los versos de un poema de Bertolt Brecht, que ya son todo un clásico cuando se trata de defender la libertad o la vida ante cualquier discriminación por motivo de raza, condición o ideología. Sin embargo, el tiempo no pasa en balde y los versos de Brecht necesitan una urgente actualización. Hoy ya no hay comunistas ni, mucho menos, intelectuales, ya no hay judíos ni tampoco curas, como en los tiempos heroicos en que Brecht puso el dedo sobre una llaga que sigue sin cicatrizar. Al revés, supura un líquido sanguinolento y apestoso.
 Mientras tanto, asumo que no soy musulmán, como tampoco soy negro ni mujer. Por no ser, no soy, ni siquiera, homosexual. No debo ser, pues, nada. Nada de nada, quiero decir. Un ser humano genérico y vulgar que no pertenece a ningún colectivo en reconocido peligro de extinción. A nadie parece importarle, en definitiva, si estoy discriminado lingüísticamente en mi propia tierra (que lo estoy, como lo estaré pronto, me temo, en la de Trump) o si me veo obligado a cotizar de autónomo a la Seguridad Social sin cubrir ni gastos para poder llegar a más viejo con algún derecho a jubilarme más allá de la caridad pública.
 Me temo que esta situación de relativo outsider sólo puede ser considerada, actualmente, como anómala y sospechosa de todo, de absolutamente todo. Desde lo malo hasta lo peor, sin ir más lejos. Y es que siempre se puede reinterpretar la realidad. En efecto. Puede que alguna vez me disfrazara de mujer o de algo parecido en algún carnaval erótico en la mitad más enloquecida de mis sueños y puede, también, que hiciera de negro de algún amigo en horas bajas; nada muy serio, apenas unas cuartillas, pero igual estas cosas tiznan y hasta imprimen, quizá, carácter, dan feminidad o negritud, por así decirlo, y entonces, si ya fui mujer y negro, aunque sólo fuera en sueños y durante un ratito, igual ya soy mujer y negro para siempre. Con todo, el motivo auténtico por el que no viajo a Nueva York es por el temor a que mi apellido materno dispare todas las alarmas aduaneras. Sólo acaba de llegar y ya me está usted fastidiando con sus muros en tierra de nadie y de todos, señor Trump.


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viernes, enero 27

Pandemónium


La Telaraña en El Mundo.

 Observo el puzle de la actualidad local, nacional, internacional o global -aunque el mundo me parezca un sucio y arrugado pañuelo que necesita que lo laven, centrifuguen y planchen- sabiendo que sus piezas están relacionadas las unas con las otras: el viejo efecto mariposa parece que tiene las alas más terroríficas que nunca y el puzle entero se ha convertido en una masa viva y hasta palpitante, un magma en ebullición, un auténtico pandemónium, ese lugar mítico que, además de venirme a la memoria por ser la capital literaria del Infierno en El Paraíso Perdido de John Milton, es un lugar de lugares, un lugar ubicuo, tremendamente caótico y ruidoso, un lugar, como su propio nombre indica, de mil demonios. O de muchos más.

 La actualidad local gira, pues, al unísono enloquecido de las otras sin que haya forma de que el universo se detenga. ¿Estará su centro en Washington, París, Madrid o Londres? ¿Jerusalén, Moscú, Bagdad, Alejandría? ¿O estará en Palma, en la barriada, en la calle donde vivo? ¿Estará, mejor aún, en mi propio ombligo? Puede que no exista ese centro y que el universo siga girando, porque no tiene otra cosa mejor que hacer y esa es la prueba definitiva de su existencia.

 Sea como fuere, el espectáculo es tan complejo y simple, elemental e incomprensible, que dan ganas de sacudirle un guantazo a la mesa donde el puzle reposa para ver cómo se recompone, finalmente, por sí mismo. El universo entero gira, vuela y hasta revuela, mientras las nuevas coordenadas sustituyen a las viejas y el baile cósmico prosigue su ruta sin inmutarse. Es ahora cuando me invade la tentación de escribir, por ejemplo, sobre la guerra íntima de las bacterias y los antibióticos, sobre los grafenos y tetraquarks, el canibalismo de los gluones o las miserias inescrutables de la materia oscura. Pero hoy no toca. Quizá otro día.

 Hoy tocan las veleidades de Podemos. Desde que la indignación general (y el dinero de no sé quién) les pariera, siempre marchan en pequeños grupos, como si desfilaran. La cámara les enfoca y ellos se ponen en movimiento como si fueran a algún sitio (igual que Puigdemont a Bruselas) o la larga marcha hacia el poder tuviera que ver con el rodaje de una escena de cine y Alberto Jarabo le diera a la claqueta según el guión supremo, por supuesto, de Pablo Iglesias. Pero la estrella de la peli ha sido Xelo Huertas: ella sola ha ocupado toda la pantalla y ella entera se ha ido fundiendo al negro, porque no tenía con quien desfilar por los pasillos del poder: Montse Seijas no era suficiente compañía y los extras del PP nunca debieron apuntarse a esta horrible película, este deleznable vodevil, esta astracanada del Parlament descabezado.


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martes, enero 24

La tempestad y la calma


La Telaraña en El Mundo.
 
 Dicen que tras la tempestad siempre llega la calma. Así suele ser, en efecto, aunque sólo sea por agotamiento, por rendición absoluta, incondicional. Las nubes oscuras, plúmbeas, van cediendo el paso a los reparadores rayos solares. El arco iris, mientras tanto, se insinúa febril y doméstico en el horizonte de todos y se acaba convirtiendo en un deslucido puente de luz bajo el que los escombros y las ruinas producidas por las recientes tormentas quedan expuestos, como un maldito catálogo del infierno que hay que inventariar cueste lo que cueste.
 La verdad es que va a costar muchísimo reparar las fincas anegadas, compensar a los pocos agricultores que aún nos quedan por las cosechas perdidas, volver a levantar las casas y casetas derruidas, reconstruir las carreteras dañadas, reparar las ilusiones rotas de unos y otros e ir paliando, de alguna forma, la exhibición impúdica y grotesca de la tierra convertida en lodo inerte, viajando ladera abajo (con un afilado cuchillo, tal vez, entre los dientes) hacia las orillas temblorosas de las playas famélicas de arena, del mar encrespado que nos rodea, y eso sí que no hay forma de remediarlo, por todas partes.
 El Govern del Pacte mira al cielo y frunce el ceño, contempla los elementos desatados y se encoge de hombros. ¿Cómo explicar convincentemente a la ciudadanía que no está en sus manos achicar el agua que la tierra, por sí misma, no ha podido engullir por completo? ¿Cómo dejar muy clarito que ellos no desembarcaron en las playas cálidas y seductoras del poder para luchar contra la cruel y absurda furia de los cielos? Podrían, desde luego, haber mandado limpiar los torrentes, que ya en el pasado mes de diciembre padecieron más trasiego del habitual, pero es que trabajar, por lo visto, agota muchísimo, desgasta una barbaridad y, además, tampoco resulta ser la panacea. Si lo sabrán ellos.
 Lo ha expresado muy bien, Vicenç Vidal, nuestro conseller del medio ambiente: «Infraestructuras en mejores condiciones no habrían podido absorber al agua de la lluvia». Pues él sabrá. O él sí que sabe. Ajo y agua, para los demás. O demasiada agua, en fin, para tan poco vaso. No menos explícito ha sido nuestro siempre risueño alcalde, José Hila, en una de sus más acertadas intervenciones desde que tiene vara de mando en Cort: «No disponemos de soluciones mágicas». Como es habitual, el cielo vacío del laicismo en que vivimos acaba siempre apelando al realismo mágico para matizar su impotencia y su ignorancia, su lenguaje de tópicos y lugares comunes convertido, finalmente, en un lodazal intransitable. Para intentar, asimismo, llenarnos de dioses, de asombrosos mitos y de quiméricas leyendas el cielo a rebosar en el que tampoco creemos. Por desgracia.
 

 

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viernes, enero 20

«Arrival» (La Llegada)


La Telaraña en El Mundo.

 Si están de resaca por la insuperable vulgaridad de la verbena de anoche, igual no les conviene hacerme caso; pero si no es así, no lo duden. Piérdanse por las rotondas y los abismos sutiles de «Arrival» (La Llegada), quizá el film más inteligente (o más respetuoso con la inteligencia del espectador, que casi viene a ser lo mismo) desde que algún clásico, como «2001: Una Odisea del Espacio», por ejemplo, nos clavara las duras y suaves garras de la verdad en la retina, en el alma, en el centro mismo de nuestro pensamiento. En esa turbulenta y vaporosa sala de máquinas de nuestras entrañas late el universo que conocemos igual que el que desconocemos.

 En ese lugar interior, en esa especie de infierno larvado -Dante, Virgilio, Homero, Joyce, Milton, Juan de la Cruz, Teresa, Quevedo- donde nos consumimos al mismo tiempo que nos purificamos, intentamos desesperadamente descifrar el mundo y descifrarnos. Averiguar lo que fuimos, lo que somos, lo que podríamos, tal vez, llegar a ser con sólo dedicarnos exclusivamente a ello. Sin embargo, no es nada fácil poner entre nosotros y el mundo, la distancia adecuada y suficiente como para enfocar correctamente los problemas y acertar, si ello fuera posible, con los diagnósticos y, sobre todo, con las soluciones. No es nada fácil, en efecto.

 Pero vuelvo a la sala oscura del cine y me sumerjo en esa oscuridad, sabiendo que es la misma oscuridad terrible desde la que observamos el mundo. De repente, llegan los alienígenas y la verdad es que no sabemos qué hacer. ¿Qué quieren? ¿Cuáles son sus intenciones? ¿Qué queremos? ¿Cuáles son nuestras intenciones? Seamos sinceros. Los alienígenas son tan sólo un buen pretexto, porque esas mismas preguntas nos las hacemos igualmente con nuestros amigos, con nuestros vecinos, con cualquier desconocido con el que nos tropezamos. Esas mismas preguntas, en fin, nos las hacemos con nosotros mismos y no siempre las sabemos responder. Casi que nunca.

 La película dura unas dos horas, pero el tiempo no pasa deprisa ni despacio; pasa según lo sentimos. Olvídense de Terrence Malik. Denis Villeneuve nos recuerda, más bien, a Kubrick mientras nuestros recuerdos vuelan y toman altura, giran en el aire y se despeñan en picado hacia no importa dónde. El tiempo es ese vuelo, ese giro, esa caída. El tiempo es ese lenguaje que finalmente somos, esa sucesión de signos que tanto nos cuesta interpretar, ese discurso que nos ronda con su peligroso aliento y nos atraviesa con sus afilados estiletes, que nos deja perplejos o nos deslumbra con su juego de luces y sombras, de voces y ecos, de frases que dijimos o que nos dijeron. De cosas así trata «Arrival». De cosas así trata también la vida.



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martes, enero 17

Lluvia de flechas


La Telaraña en El Mundo.
 
 Desnudo y con barba. O desnudo y definitivamente imberbe. El torso asaetado. La corona de flores en las manos. La iconografía nos lo muestra bellísimo bajo una sangrienta lluvia de flechas. Las firmas pueden ser, entre muchas otras, de Boticelli, Rafael o El Greco. Por no hablar de Fernández-Coca y su cartel verbenero de este año. San Sebastián se nos confirma, pues, como un mártir sólido e importante cuya invocación puede ayudarnos, decididamente, contra las plagas de la peste o la falta de fe. No es broma.
 Por estos pagos no sé si hay actualmente peste, pero desaparecen Cajas de Ahorro, como Sa Nostra, y no hay forma de que los culpables paguen por su mala gestión o sus fechorías. Tampoco sé si hay demasiada falta de fe. ¿Hay fe, siquiera? Algo habrá, al menos de esa fe laica que llamamos ideología, porque si no es así no se entiende que la consellería de Educación llene sus despachos de docentes ideológicamente afines, convertidos en asesores áulicos elegidos a dedo y al margen de los preceptos de la libre concurrencia. Tenemos un gran mártir y una ciudad repleta de ridículos “dimonis” fuera de contexto. De tiempo y lugar.
 Hemos entrado, pues, en la semana gloriosa de Sant Sebastià como quien entra en una cacharrería y desearía ser, por supuesto, un auténtico elefante. Hay que poner patas arriba la ciudad. Hay que hacer ruido, mucho ruido. Hay que hacer humo, muchísimo humo, alzar enormes humaredas densas e irrespirables hasta las entrañas mismas del cielo, como si fuéramos todas las tribus del universo reunidas a la hora interminable del chat colectivo, étnico, genuinamente global. Tenemos un mártir asaetado y el mundo en llamas. Hay que torrar las tripas doradas de toda nuestra gastronomía más puerca, con perdón. Hay que electrificar la noche del próximo jueves con música y alaridos, con antífonas, incluso con regüeldos.
 Sólo así se demostrará que la gente de Palma sabe, en fin, lo que vota y que los que tuvieron el indescriptible valor de votar a Efecto Pasillo y Obús, Smoking Stones, Xanguito, Kepa Junkera, Camela o Siniestro Total, entre otras celebridades, no lo hicieron por fastidiar, sino por pasión bien entendida, por amor al arte y los pentagramas, para liarla a base de bien y acabar de una vez por todas con el silencio de algunas noches en que Palma decide olvidarse hasta de sí misma y convertirse en un laberinto de criptas hechizadas, en una hondonada de sueños impronunciables, en un lugar que demora el amanecer, tal vez, porque no lo necesita. (Sí, ya sé que estas metáforas las entienden pocos, pero no sé explicar de otra forma ciertos estados de ánimo ante el martirio que se nos viene encima: la culpa es mía.)

 

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viernes, enero 13

Paisaje con móvil y café


La Telaraña en El Mundo.

 Desde casa, observo la calle Olmos repleta de gente que sube hacia San Miguel, que baja hasta la Rambla o que desaparece, de refilón, por las ilustres callejuelas laterales, por Misión o San Elías, por ejemplo. Me da que las calles son algo así como ríos con afluentes, ríos más o menos largos, salvajes o peligrosos que nos sirven para viajar de un lugar a otro o a muchos otros. Que el viaje acabe siendo metafóricamente circular no significa que no podamos disfrutarlo: es obligatorio hacerlo.
 En algún sitio escribí que Internet es tan grande como la calle en la que vivo; no es así: la calle es mucho más grande, porque no me cabe en el móvil que introduzco en el bolsillo con la vana esperanza de que no suene, de que no me interrumpa, de que me deje a solas con la multitud de mi calle, la que me saluda o ignora, la que tropieza conmigo y mis circunstancias, la que sonríe, como también hago yo, a las imprevisibles alegrías de igual forma que a las recurrentes fatigas. La verdad es que sonreír cuesta poco.
 Cuando era niño los coches circulaban por Olmos igual que por San Miguel o la Plaza Mayor, entre los parterres de flores y la bruma de algunos tranvías eléctricos que no sé si llegué a ver o si sólo los soñé. Los recuerdos son una sucesión de imágenes sueltas, pero hace falta un discurso, mejor propio que ajeno, para ordenarlas. Yo no sé qué sentido tiene escarbar en el pasado (y no lo digo por mí o estas breves líneas fuera de contexto, sino por los memorialistas y su voluntad propagandística de revisitar una vez y otra la historia: la misma historia de siempre) si no es para añadirle matices humanos al presente y mejorar el futuro que ya casi no tenemos ni esperamos, para no repetir algunas de las muchas estupideces que hicimos y volveremos a hacer, para no volver a caer donde ya caímos. Hemos caído muchas veces, quizá demasiadas.
 Pero a lo que iba. Salgo a la cuesta de la calle Olmos y en el Bar Espanya, antes Can Vinagre, releo este periódico mientras apuro un café con leche. La realidad global que me ofrece la prensa, con sus diversas secciones, local, nacional, internacional, etcétera, se mezcla con las musiquillas y vibraciones que va soltando, incansablemente, mi móvil. Las redes sociales palpitan en su interior hasta que lo apago y decido que la vida está en otro sitio. Mientras tanto, observo a la clientela del bar y a Mateo Martorell (y a Toni) con su continuo ir y venir, entre bromas y veras, de cafés, cervezas o refrescos. Si hay suerte pasará Miquel Julià, cámara en ristre, y me sacará una buena foto. Ojalá.





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martes, enero 10

Los hackers rusos


La Telaraña en El Mundo.

 No les quepa duda alguna. La culpa de todo la tienen los hackers rusos. Siempre lo supe, aunque sea ahora, desde que propiciaron, según el FBI, la ascensión al poder de Donald Trump, cuando la opinión pública parece haberse dado cuenta. Pues ya era hora. Convénzanse. ¿El PC les marcha a trompicones y, en vez de atender a sus órdenes, se dedica a la extraña minería de los bitcoins (o bitcoines, según Fundéu)? Es culpa de los hackers rusos. ¿Entran en Call of Duty o en GTA V para demostrar a sus hijos que no les tiembla el pulso y las terribles hordas de los niños rata les masacran sin darles tiempo, siquiera, a salir corriendo? No se preocupen. Son los putos rusos. Siempre son ellos. Desde el oro de Moscú es que no paran.
 Pero me preocupa lo de Trump. No sé si los rusos se han equivocado con sus maniobras orquestales en la oscuridad (lo que constituiría un auténtico notición) o si, por una vez, no han hecho absolutamente nada y es la propia opinión pública norteamericana, la resultante del eterno conflicto de la guerra de los medios, siempre mucho más allá de la verdad o la mentira, la que está intentado recuperarse del tremendo shock que les ha producido el inesperado resultado electoral, de la única forma que creen posible, aunque no lo sea: buscando un culpable ajeno a ellos mismos y sus peores miedos, a su sociedad convertida en un lugar indecente si eres rico e indigno si eres pobre, en un mortífero campo de minas donde el único que parece moverse con cierta soltura es Trump, nada menos. ¿Quién va a gobernar ahora América, Trump o los hackers rusos? Pues nunca se sabe. ¿Y qué es peor? Pues tampoco se sabe.
 Aquí en España los hackers rusos (como todos imaginábamos) hacen y deshacen las encuestas preelectorales y, sobre todo, se lo pasan pipa manipulando las sufridas votaciones online de los partidos asambleístas como Podemos, CUP o similares, empeñados en convertir la realidad en una especie de referéndum unilateral y totalitario, una asamblea perpetua y vitalicia, sectariamente vocinglera y resignadamente digital, obsesiva y disciplinada: tres o cuatro punto cero, por lo menos.
 Con todo, no nos importa mucho en qué sentido los hackers rusos van o vienen, porque manipular lo que ya está viciado de origen no perjudica demasiado el resultado final; igual lo compone o hasta lo mejora. Además, a los hackers rusos la realidad ajena les importa un pimiento más allá de cambiar unos por ceros y ceros por unos, bitcoins por dólares o rublos, incluso por los agonizantes euros de un sistema financiero que nadie sabe dónde va a ir a parar. No lo saben ni los propios hackers rusos de Wall Street.

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viernes, enero 6

Día de Reyes

La Telaraña en El Mundo.

 Creo que no vi ninguna bandera fuera de lugar y sitio en la Cabalgata de los Reyes Magos. No vivimos en Vic, menos mal. Lástima que no pudiera escuchar a la Coral Voices interpretando Hallelujah de Leonard Cohen. Demasiadas aglomeraciones. Ruido. Demasiada gente con y sin niños, con móviles centelleando como si fueran cámaras fotográficas. No lo son, pero tanto da. Así es como captura el mundo la gente. Igual que nos capturamos a nosotros mismos. Un autorretrato, un selfi tras otro. La gente. Está claro que somos la solución, pero también el problema.
 No es fácil, sin embargo, ser la gente, actuar como tal y sentirse a gusto cuando algunos, con el tono condescendiente de una complicidad impostada, se llenan la boca de conceptos más o menos tóxicos y actúan como si los hubiéramos elegido para moldear la realidad a su antojo y perfilar nuestros deseos. No es así. Nuestros deseos son sólo nuestros, aunque no sea fácil descifrarlos. Ni siquiera hoy, Día de Reyes.
 En efecto, no es fácil ser padres (como tampoco ser hijos) y no saber si fue Papá Noel o si serán los Reyes Magos quienes nos hielen el corazón con su farsa de cajas vacías y caramelos sin azúcar. Quizá los regalos ya no importen, porque entre el Black Friday, el Cyber Monday y las rebajas de Steam tienes el PC atiborrado de juegos y la casa repleta de los artilugios más sofisticados de Amazon: pulseras para medir el esfuerzo físico que no haces, visores holográficos que no sabes utilizar, móviles inteligentísimos que se convierten en otra cosa y graban cuanto sucede en su interior y afuera. ¡Lo graban todo!
 Ya podrán, pues, amenazarte desde la Comisión de Garantías Democráticas del partido en que te apuntaste para que el mundo fuera mejor, ya podrán amenazarte con que no hagas esto o aquello, con que desaparezcas unos meses y esperes tu turno en la ruleta de las prebendas, ya podrán amenazarte que siempre tendrás a mano la grabación del presunto chantaje y las coacciones, el día a día sonámbulo y marcial del Partido, la prueba definitiva (efectuada con ese móvil low cost que te trajo Santa Claus, porque eres gente y laica y tus dioses son de carne y hueso) de lo fácil que resulta que los gerifaltes de un partido acaben comportándose como jueces y verdugos de un Tribunal Popular o una Inquisición antiguas; y la eternidad entera se resuma, finalmente, en la impotencia con la que constatas que sólo eres una víctima más de ese error ontológico que da en mutilar la realidad para ajustarla, a la fuerza, a la horma del deseo. Que ese partido sea Podemos y que Joan Canyelles acabe de dimitir no es sólo una anécdota, por supuesto.

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martes, enero 3

Año nuevo, tarea vieja


La Telaraña en El Mundo.

 De repente, lo viejo se renueva y nos parece nuevo, tal vez flamante. Doce campanadas de uvas sin apenas respirar (y Cristina Pedroche, que recibe el año en bañador por todos nosotros) nos conducen a una especie de alarido general repleto de saltos y abrazos, de mensajes de WhatsApp y de alguna que otra llamada telefónica. Hay que mirar al cielo de vez en cuando. Hay que mirar alrededor, también. La catástrofe ha sucedido en Estambul; y no, no todos los muertos son iguales; los de París, los de Niza, los de Madrid, Londres, Berlín o Nueva York parecen valer mucho más. Esta última frase me duele, pero no encuentro demasiados hologramas sobre el dolor en los muros de Facebook o en las trincheras de Twitter. Yo soy el Club Reina de Estambul como antes fui Bataclan. Yo soy todas las masacres.
 Pero eso no es verdad. O no lo es del todo. Huyo con la muchedumbre y no me distingo de ella un ápice. Huimos de la pesadilla del fuego cruzado y los daños colaterales. Nos persiguen, deslumbrantes y cegadoras, las transparencias del traje del año pasado de Pedroche, mucho mejor que el de este año. Nos persigue, también, el recuerdo del peligroso cántico de las seductoras sirenas que tentaron a Ulises o que aterrorizaron a Cristóbal Colón: esas monstruosas o terribles beldades ya no cantan o, si lo hacen, tanto da, porque no las oímos. La cera ha cuajado en nuestros tímpanos y se ha convertido en lava. La inercia se ha adueñado de nuestras vidas y no hacemos sino huir del remolino donde nacen todas las tormentas, donde fermenta el poso ácido del tiempo, donde bulle el lodo primordial del que provenimos y al que acabaremos regresando.
 El ciclo renovador dura un año. La tierra da la vuelta entera al sol y renace. El viaje circular y, a la vez, elíptico nos purifica, porque volver a empezar (cuando ya no somos los mismos que éramos) no deja de tener su gracia, su encanto, su deriva metafísica. Cada año se nos ofrece la oportunidad de reintentar llevar a buen puerto todo aquello que nos propusimos alguna vez y que, ante la falta de éxito, seguimos proponiéndonos como si fuéramos inasequibles al desaliento. Tal vez lo seamos y no haya nada mejor que fracasar una y mil veces para acabar sonriendo a solas: es decir, con los nuestros, con los más nuestros de entre los nuestros. Con la muchedumbre anónima que huye, atropelladamente, del terror y que no deja, pese a todo, tras el ritual de las campanadas, las uvas y las lentejuelas, de encomendarse (acaso ingenuamente) a un mundo mejor, más culto y libre donde no haya lugar para el fanatismo o la violencia. Año nuevo, tarea viejísima.


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