Los balcones
La Telaraña en El Mundo.
Cuando vivía en una residencia universitaria de Valencia
tener una habitación con un balcón propio era un privilegio que sólo estaba
permitido a los más veteranos. Yo llegué, con los años, a tener uno de ellos. En
mi balcón, recuerdo que celebrábamos sudorosas timbas igual que tragicómicas
conversaciones de religión o filosofía. Recuerdo que volaban sin preaviso las
bolsas llenas de agua y también las risas y los insultos más o menos
compartidos, las quejas y también los avisos a una autoridad que nunca acababa
de llegar, pero que cuando llegaba era el terror de la terrorífica Brigada 26
y, entonces, el más profundo de los silencios ponía fin a todo ese ritual
ruidoso, profano y absurdo que da en hacer notoriamente el ganso a deshoras,
porque la sangre siempre acaba burbujeando y las hormonas, al menos a ciertas
edades, tienen su propia brújula desnortada y, desde luego, famélica.
Está claro, pues, que no se le puede negar un enorme y
antiguo poder de seducción a los balcones. Con todo, a nosotros no nos daba por
usarlos como trampolines para lanzarnos al vacío de una piscina que, por
supuesto, al menos en aquella residencia, no existía. O será, quizá, que no
bebíamos tanto de golpe y porrazo como los turistas que vienen actualmente a la
isla a perder la cordura, la virginidad y, por lo visto, también la vida. O
será, en fin, que conocíamos a la perfección que nunca ha habido forma humana
alguna de superar el vuelo legendario de Ícaro
volando orgulloso en picado hacia el sol con las alas extendidas deshaciéndose,
primero, en cera, luego, en artificio, en sudor, y después, en nada.
Pero es verdad que volar tiene muy buena prensa. Todos hemos
volado en sueños o pesadillas y hemos despertado de sopetón envueltos en sudor frío,
porque la caída era inmediata y el rayo oscuro del dolor estaba a punto de
alcanzarnos. Hemos volado, también, envueltos en algunas quimeras salpimentadas
de alcohol y vaya usted a saber qué otras mil sustancias. Eso es cierto y no lo
podemos negar. Pero en todas estas ocasiones sólo hemos conseguido volar tan
bajo que casi nos ha parecido estar arrastrándonos por el lodo y el fango de las
peores cloacas subterráneas de la humanidad en vez de estar surcando, como habíamos
imaginado, los espacios abiertos del cielo y las nubes, la cúspide huidiza, por
escondida, de tantas ilusiones y deseos. A mí los turistas que vienen a volar
verticalmente por entre los balcones de los hoteles de Mallorca me dan mucha
pena. Me da pena que no sepan lo bien que se vuela subido, por ejemplo, a un
simple y vertiginoso verso, a uno no muy largo que hable de nosotros mismos,
del amor y la muerte, de las horas que volamos de verdad cuando convertimos ese
verso en un poema y ese vértigo en una sensación única de renacimiento.
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
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