LA TELARAÑA: Palma y el estilo

viernes, septiembre 21

Palma y el estilo


La Telaraña en El Mundo.





 Abro el plano de Palma y lo extiendo como si fuera un lienzo 3D ante mis ojos. Una ciudad (al igual que una isla, un archipiélago, una comunidad autónoma, una nación o un estado: el paraíso o el infierno de Blake o Cristóbal Serra) es una composición de lugar y vivir en ella es sólo un laborioso ejercicio de estilo. Todo es un ejercicio de estilo. Escribir, pasear, incluso pensar o montar en bicicleta, por supuesto, son ejercicios de estilo. Damos una pedalada igual que pronunciamos una palabra al azar y la dejamos caer rodando y la perseguimos como si fuera nuestra: al alcanzarla ya es otra y así vamos escribiendo la historia de una ciudad que amamos más por sus muchos defectos que por sus infinitas virtudes.
 En efecto. Casi todos los días me pregunto qué privilegiada mente tuvo la ocurrencia de hacer pasar el carril bici de la Plaza de España por la encrucijada de todos los caminos, por el lugar exacto donde la riada de gente, que va o viene del parque de Las Estaciones o las múltiples paradas de autobuses o taxis que hay por la zona, cruza a toda prisa el corazón de la urbe, mientras los turistas, los transeúntes, los desocupados, un oso panda gigantesco, los testigos de Jehová y también los carteristas hacen corros y sacan fotos, cada uno a lo suyo, alrededor de la estatua ecuestre del Rey En Jaume o se desparraman sudorosamente por las vías peatonales hacia el mercado del Olivar o San Miguel, Olmos y el casco antiguo de Palma. Por no hablar de que las líneas dibujadas sobre el precario pavimento, sucio y roto, peligroso cuando llueve y cuando no llueve, de la supuesta plaza principal de la ciudad pasan junto a varias terrazas casi siempre repletas de gente joven, niños incluidos, comiendo y bebiendo. Montaditos, tapas y cervezas, hamburguesas, pizzas, comida china o quizá hindú; cosas así de cosmopolitas. Nuestra gloriosa gastronomía local en un pozo sin fondo.
 Pero paso por ahí casi cada día y es de ver cómo nos las apañamos para no acabar en las espectrales salas de urgencias de los hospitales tanto los que van en bicicleta o en monopatín eléctrico (que ya empiezan a ser muchos más que unos cuantos) como los que vamos, tozudamente, a pie y miramos a un lado y luego al otro y nos encomendamos a todos los santos habidos y por haber antes de dar dos o tres pasos más o menos vacilantes y logramos cruzar el vado y alcanzar, al fin, zona franca sin que nada o nadie nos asuste, nos empuje, nos haga caer, nos sepulte. Recuerdo ahora el desagradable chirrido de un par de frenos mal engrasados y todo mi profundo cariño, mucho más infantil que ecológico, la verdad sea dicha, hacia las bicicletas del verano empieza a hacer agua por todos los costados. Agua o aceite, da igual. Todo se acaba viniendo abajo, menos el estilo.



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