Palma y el estilo
La Telaraña en El Mundo.
Abro el plano de Palma y lo extiendo como si fuera un lienzo
3D ante mis ojos. Una ciudad (al igual que una isla, un archipiélago, una
comunidad autónoma, una nación o un estado: el paraíso o el infierno de Blake o Cristóbal Serra) es una composición de lugar y vivir en ella es
sólo un laborioso ejercicio de estilo. Todo es un ejercicio de estilo.
Escribir, pasear, incluso pensar o montar en bicicleta, por supuesto, son
ejercicios de estilo. Damos una pedalada igual que pronunciamos una palabra al
azar y la dejamos caer rodando y la perseguimos como si fuera nuestra: al
alcanzarla ya es otra y así vamos escribiendo la historia de una ciudad que
amamos más por sus muchos defectos que por sus infinitas virtudes.
En efecto. Casi todos los días me pregunto qué privilegiada
mente tuvo la ocurrencia de hacer pasar el carril bici de la Plaza de España
por la encrucijada de todos los caminos, por el lugar exacto donde la riada de
gente, que va o viene del parque de Las Estaciones o las múltiples paradas de
autobuses o taxis que hay por la zona, cruza a toda prisa el corazón de la urbe,
mientras los turistas, los transeúntes, los desocupados, un oso panda
gigantesco, los testigos de Jehová y también los carteristas hacen corros y sacan
fotos, cada uno a lo suyo, alrededor de la estatua ecuestre del Rey En Jaume o
se desparraman sudorosamente por las vías peatonales hacia el mercado del
Olivar o San Miguel, Olmos y el casco antiguo de Palma. Por no hablar de que
las líneas dibujadas sobre el precario pavimento, sucio y roto, peligroso
cuando llueve y cuando no llueve, de la supuesta plaza principal de la ciudad
pasan junto a varias terrazas casi siempre repletas de gente joven, niños
incluidos, comiendo y bebiendo. Montaditos, tapas y cervezas, hamburguesas,
pizzas, comida china o quizá hindú; cosas así de cosmopolitas. Nuestra gloriosa
gastronomía local en un pozo sin fondo.
Pero paso por ahí casi cada día y es de ver cómo nos las
apañamos para no acabar en las espectrales salas de urgencias de los hospitales
tanto los que van en bicicleta o en monopatín eléctrico (que ya empiezan a ser muchos
más que unos cuantos) como los que vamos, tozudamente, a pie y miramos a un
lado y luego al otro y nos encomendamos a todos los santos habidos y por haber
antes de dar dos o tres pasos más o menos vacilantes y logramos cruzar el vado
y alcanzar, al fin, zona franca sin que nada o nadie nos asuste, nos empuje,
nos haga caer, nos sepulte. Recuerdo ahora el desagradable chirrido de un par
de frenos mal engrasados y todo mi profundo cariño, mucho más infantil que
ecológico, la verdad sea dicha, hacia las bicicletas del verano empieza a hacer
agua por todos los costados. Agua o aceite, da igual. Todo se acaba viniendo
abajo, menos el estilo.
Etiquetas: Artículos, Creación, Literatura, Relatos
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home