LA TELARAÑA: Sólo mis palabras

lunes, diciembre 22

Sólo mis palabras

 Acerca de Oficio de escritor: apuntes.


  La vida es un ejercicio de estilo, como bien demostró el viejo Queneau en Exercices de style, empeñado en la tarea de convertir la observación de una nimiedad cualquiera en un objeto único de arte, en el presagio indicador de una explosión en la conciencia y en los sentidos.

  

  Escribir es eso, encontrar las claves ocultas de un universo cuyo funcionamiento desconocemos, atisbar en los grandes misterios como si fuésemos capaces de desvelarlos. Escribir es ser osados y, tal vez, un tanto arrogantes. Escribir es aparentar ser los dueños de las palabras, cuando en realidad no somos ni siquiera sus cómplices; somos sus víctimas principales.

  

  Hay que saber sospechar de todo. La gente mantiene imposturas que, en ocasiones, son absurdas pero las repite, además, como si fueran una verdad voluminosa, una verdad absoluta. Pero hay un problema, las verdades absolutas no existen. Intentar demostrar que un escritor tiene su propia vida entre las páginas de sus libros y otra, del todo diferente, más allá de su escritorio, no es una mala idea general para un libro que no sé, con certeza, haber escrito. pero me gustaría haberlo conseguido. Ese libro se llamaría, en ambos casos, Oficio de escritor.

 

 Es fácil caer y recaer en los tópicos,  respecto a la libertad de los lectores y sus interpretaciones de lo leído, pero para eso están (los tópicos y también los lectores) y es tan placentero, en no pocas ocasiones, retozar en y con ellos... No obstante, no hay que dar la libertad a nadie y mucho menos si ese alguien es incapaz de tomársela.

  

  No le corregiría ningún adjetivo a nadie respecto a mi libro. Hay desencanto, claro que sí. Pero también hay jactancia de lo conseguido, esperanza (improbable, es cierto) del porvenir, violencia ante algún cosas intolerables (la guerra, la explotación económica, entre otras cosas) y hasta más de un ajuste de cuentas. Cosas de escritores, ya sabes.


  Escribir siempre fue para mí el presentimiento de una herida abierta. He intentado bucear en ella para saber de su profundidad. He hurgado en ella para sufrirla o para torturarla cuando la que sufría era ella. La he olvidado, en ocasiones, para ver si resurgía. Siempre lo ha hecho. Escribir es una herida incurable.


  Hoy es un día hermoso el día que sea. Durante todos los días mi relación con la escritura nunca cambió demasiado, como si se tratara de alguno de los relatos de Raymond Queneau. Compré ese libro, en francés, en la Sorbone de París el año que los partidarios y detractores del Sha de Persía se liaban a balazos entre los estudiantes del comedor. Hoy es igual, lo mismo.


  No, nunca se termina de escribir un libro. Uno teme el final de las cosas, es cierto. Pero uno sólo atisba a ver lo que ha hecho. La muerte de uno mismo siempre es invisible.


  Todo se reduce a vivir. Una cuestión de estilo. Tocaba prosa para un libro que considero importante en mi trayectoria. Aunque si he de ser sincero nunca sé si lo que escribo es prosa o es poesía.