El debate
Me pasé varias horas escuchándoles. Se repetían. Una y otra vez los mismos conceptos, vacíos y faltos de sentido. Diría que su concepción rastrera de la vida les obliga a arrastrarse sobre el lodazal. La perversión de los conceptos. El diálogo ingrávido. La mirada vidriosa y perdida. Sólo importa la presión fiscal de una historia manipulada. Sólo el historicismo.
No hay espíritu, sólo rictus y mal teatro.
Luego escribí estas líneas:
"Me gusta hablar de España. Es mi país” dijo Rajoy en la más memorable frase del retorcido debate en las Cortes Generales del Plan Ibarretxe. Esa frase obró el prodigio de superar los límites estrictos del lenguaje para sumergirnos en la intocable e indecible realidad de los sentimientos. Imposible rebatirlos ni rebajarse a utilizarlos como papel de moneda o intercambio. Por lo demás, cada uno fue a lo suyo: Ibarretxe a saborear la inmerecida gloria de tanta audiencia para un secesionismo de manual que le ayudará, seguramente, a ganar las próximas elecciones en el País Vasco; Zapatero, a repartir bendiciones y legitimidades, convocando al bucle de un diálogo infinito y al nuevo estatus europeo que se avecina, como si eso fuera a solucionar las cosas; y los nacionalistas catalanes a allanar su previsible y anunciado desembarco. En Baleares tendremos que estar muy pendientes de esa maniobra si no queremos - como ya les ha sucedido a los navarros - que se nos involucre en un plan étnico que nos es del todo ajeno.
Pero 2005 es, al margen de los escarceos constitucionalistas y del Quijote, el año internacional de la Física. Se cumple un siglo de la famosa fórmula de Einstein y su Teoría de la Relatividad. Su influencia, con ser enorme en el ámbito de la ciencia, lo es también en el de las relaciones humanas. Nos aleja de fanatismos y nos permite saborear el magnífico andamiaje del pensamiento, siempre en obras. También nos demuestra que, aunque podamos cifrar cómo se convierten los objetos en energía, seguimos desconociendo los nexos entre la materia y el espíritu. Y nos ayuda a comprender que el lenguaje muestra los sentimientos pero diciendo, en realidad, muy poco de ellos. Muestra su grandilocuencia con la misma indiferencia con que esconde su verdad o falsedad. Quizá, al final, lo más cómodo sea acogerse al séptimo punto del Tractatus de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. No lo hizo Rajoy, y creo que muchos debieran agradecérselo.
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