auscultando

Escribes a intervalos como si cada objeto tuviera su lugar predeterminado y cada frase su orden lógico. Pero no siempre. A veces abres con violencia el abanico, rompes la baraja, desechas sus flores y, ansiando un abrazo tullido, conviertes unas pocos versos náufragos en la prosa que desborda la página. El secreto está en dejarla chillar.

La oyes entre los rumores del aire - ese lugar de árboles y nubes, de incienso y asfixia, de piedras - y te enamoras de su nombre ignorando su realidad. Dejas que te invada como si fuera escarcha, mientras cae el grumo denso y ralentizas la escucha.

Tropiezas con tu pasado e intentas contener la sonrisa. También el temblor antiguo de saberte el mismo - desde siempre.

Repites el vómito y dibujas un cuerpo donde las apariciones exhiben su voluntad de no dejarse atrapar en las grietas - a eso le llamas el disfraz de la transparencia y, tras una pausa, añades, de los mundos.

Pero no se trata de filosofía sino de convulsiones somáticas.