Buscando a Picachu
La televisión es un medio complejo donde las imágenes que
uno ve parecen tener vida propia más allá de la versión, más o menos oficial,
de los hechos que se narren. Quizá por ello la semana pasada pasé dos malas
noches. La primera, entre los cadáveres de Niza sobre esa autopista al infierno
que acabó siendo el Paseo de los Ingleses; la segunda, entre la multitud contra
los carros blindados en Turquía, ese país que es Europa y es Asia y no lo es, aunque
allí anidaran las primeras culturas y civilizaciones de nuestra historia.
Hablo de realidad virtual, en efecto: puro magma televisivo,
pero también de sensaciones físicas y hasta dolorosas; en la piel y en el alma,
en ese lugar confuso que es la consciencia de todos cuando uno se queda solo y
cierra los ojos y quiere dormirse, pero el sueño se demora, porque las víctimas
se multiplican y uno no sabe contar cadáveres ni quiere aprender a hacerlo.
El domingo, sin embargo, respiré mucho más tranquilo. Abrí
mi IPad e instalé Pokémon Go. Casi al
instante tres ejemplares de esos bichos, con los que nunca mantuve ninguna
relación personal, salvo a través de mi hijo, aparecieron en pantalla. Me llevó
poco tiempo cazarlos. Un Geodude, un Shellder y un Bulbasaur. Ahora no sé qué tengo que hacer con ellos, salvo
alimentarlos, quizá, y llevarlos de paseo si me atrevo a salir a la calle con
el iPad, que no creo. Lo peor es que esta mañana he cazado un Paras, una mezcla de cangrejo y
champiñón. Tengo la casa repleta de pokémons y yo sin saberlo. ¿Dónde estará Picachu?
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