LA TELARAÑA: Las piedras del águila. Un fragmento de ¡New York, New York!

lunes, febrero 21

Las piedras del águila. Un fragmento de ¡New York, New York!

Pero en Nueva York, como en tantas otras partes, la eternidad sólo dura un abrir y cerrar de ojos. No hay tiempo para más. La gente corre por las suaves colinas de Manhattan como si les esperara en alguna parte la cinta final de la vida o la muerte: no es fácil saber dónde te espera la vida y dónde la muerte. La gente camina muy deprisa por las aceras de Manhattan desde Wall Street hasta las proximidades de Harlem, desde la Gran Estación Central hasta las lagunas de Central Park; ahí escuchábamos la música que habrá de escuchar, quizá, el mundo en breve; ahí comíamos, también, la misma comida basura que ya están comiendo en el mundo entero; ahí descansábamos bajo las estrellas hasta que la lluvia y el frío de Nueva York nos obligaba a batirnos en retirada y buscar refugio en la paz de la catedral de St. Patrick o en el templo budista de Mahayana, en pleno Chinatown. Hay muchos chinos en Nueva York, pero también los hay en Palma. ¡Ah, los chinos de Nueva York, los chinos de Palma! Nunca he visto a un chino quejarse por nada. Nunca he visto a un chino gritar como un basilisco. Nunca he visto a un chino pasar la noche a la intemperie, como un mendigo, pero eso quizá sea porque todos los chinos del universo suelen esconderse cuando anochece; y el único chino que, en realidad, conozco regenta una modesta zapatería en la calle Olmos y siempre duerme sentado en una pequeña silla metálica de cocina recubierta de periódicos, duerme y, a la vez, vigila y cuida de su negocio. Yo le he visto levantarse en sueños y ofrecerte, solícito, la mejor mercancía del universo. Y si no la mejor, la más barata. Yo le he visto cerrar los ojos y no volver a abrirlos en días, en semanas, en meses, sin que su negocio se resienta en absoluto, sin que nadie le haya llamado nunca la atención, sin que nadie murmure queja alguna a sus espaldas. Basta verle, basta echarle una rápida ojeada para comprender que su fatiga no es de este mundo, que su cansancio viene de muy lejos, quizá de los muelles de Nueva York, de las bodegas de algún buque carguero donde trabajó durante siglos o de alguna gigantesca plantación de opio, allá entre las marismas de Mesopotamia, donde la jornada laboral no tenía principio ni tampoco fin. Ahora tiene los ojos cerrados; y yo, cuando paso, silencioso, por su lado, acostumbro a cerrar los míos y se me aparece, entonces, el skyline de Nueva York, como si estuviera cruzando, de nuevo, el puente de Brooklyn y las gaviotas intentaran sacarme los ojos, otra vez, sin conseguirlo.

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