LA TELARAÑA

miércoles, junio 4



Nada que observar y nadie observando. ¿Lo concibes? Es el vacío.

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Hay un silencio general que ennoblece a quien lo escucha. Será la rutina de no prestar atención a lo que sucede constantemente.


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Hay días que uno amanece envuelto en telarañas. Y la verdad es que son difíciles esos días del malestar en los que tanto cuesta hacerse a la idea de que muchas tareas nos están aguardando. Pues qué esperen esos trabajos forzados...

Días en los que quedarse en la cama alegando unas fiebres de vértigo no es mero pretexto ni cobardía, sino necesidad fisiológica, mandato casi ineludible. Son días de impotencia esos días que no quieren amanecer del todo, que se demoran en darnos la salida, que se encrespan en el dilatado error de andar tropezando por todas partes. Días de sábana y mortaja blanca, días arácnidos... Días de mala cenestesia y desarraigo. ¡Días mal nacidos!

Pero también esos días, más tarde que temprano, acabo torrencialmente en las calles de una ciudad que me es desconocida. Mi ciudad de cada día. Cruzo sus puentes breves con el ánimo vacilante. Con resquemor y mirada oblicua. Con mal cuerpo, o sin él, que más parezco una sombra que una presencia de entre la variedad rescatada. Me distraigo en saludos que no reconozco y en conversaciones que se aproximan al suplicio. Laboreo mis asuntos con mal disimulada displicencia... Pero en realidad, no es tan difícil, hay una inercia preestablecida en el corazón de las cosas, un vaivén, una resaca rutinaria y agorera, un curso insípido y tibio que se decanta como si yo no existiera. Y es quizá yo no exista esos días descerebrados...

Estoy en mi derecho, que nadie lo dude.

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