mare nostrum
La Telaraña en El Mundo.
Estos días bajan rápidas las aguas por el cauce de Sa Riera –remolinos verdes, burbujas de ázoe, espumas grises- mientras, al fondo, el Mediterráneo recolecta nuestras voces y se las apropia, las engulle y traslada de costa a costa, de Palma a Marsella, de Alicante a Túnez, de Valencia a Sicilia, de Alejandría a la franja de Gaza. Hay tantos lugares y culturas superpuestas que hasta el propio mar pierde su nombre y adquiere otros –Alborán, Liguria, Cilia, Egeo- sin que sus aguas se inmuten. Las gestas antiguas son ahora hermosas ruinas. Recordarlas no las hace mejores ni peores, pero tergiversarlas sí que destruye su integridad mítica. La suya y también la nuestra.
Por eso no es de recibo que Biel Mesquida –al que reconozco un catalán bellísimo, al menos cuando no le pierden la tendenciosidad barroca y la retórica- nos convoque al X Festival de Poesía de la Mediterrània para que el acontecimiento geográfico sirva sólo como pretexto para marginar las lenguas mediterráneas por excelencia –el castellano, el francés o el italiano, por no hablar del latín y griego- en detrimento de otras tan imprescindibles como el maltés, el catalán, el amazic, el turco o el checo. Súmenles el gallego y el inglés, prodigiosamente incluidos en el evento, y convendrán conmigo que ya sólo falta una ración de euskara para bordar el mapa taimado de unos países mediterráneos de fábula. Qué lejos queda Ítaca.
Tan lejos como cerca nos ronda la osadía de Joana Lluïsa Mascaró -o de sus asesores filosóficos y lingüísticos- al presentar el festival como un intento de convertir la poesía en “la música de las palabras” (sic). Hay tópicos que chirrían tanto como la tiza contra la pizarra o, más aún, como la realidad sin asumir contra el deseo más capcioso. Para presidir la parcela cultural y patrimonial del Consell de Mallorca debería hacer falta algo más de erudición. O quizá no. Al CIM -¿herencia de Munar?- sólo le importa el patrimonio en la más prosaica de sus acepciones. Seguro que me entienden.
Estos días bajan rápidas las aguas por el cauce de Sa Riera –remolinos verdes, burbujas de ázoe, espumas grises- mientras, al fondo, el Mediterráneo recolecta nuestras voces y se las apropia, las engulle y traslada de costa a costa, de Palma a Marsella, de Alicante a Túnez, de Valencia a Sicilia, de Alejandría a la franja de Gaza. Hay tantos lugares y culturas superpuestas que hasta el propio mar pierde su nombre y adquiere otros –Alborán, Liguria, Cilia, Egeo- sin que sus aguas se inmuten. Las gestas antiguas son ahora hermosas ruinas. Recordarlas no las hace mejores ni peores, pero tergiversarlas sí que destruye su integridad mítica. La suya y también la nuestra.
Por eso no es de recibo que Biel Mesquida –al que reconozco un catalán bellísimo, al menos cuando no le pierden la tendenciosidad barroca y la retórica- nos convoque al X Festival de Poesía de la Mediterrània para que el acontecimiento geográfico sirva sólo como pretexto para marginar las lenguas mediterráneas por excelencia –el castellano, el francés o el italiano, por no hablar del latín y griego- en detrimento de otras tan imprescindibles como el maltés, el catalán, el amazic, el turco o el checo. Súmenles el gallego y el inglés, prodigiosamente incluidos en el evento, y convendrán conmigo que ya sólo falta una ración de euskara para bordar el mapa taimado de unos países mediterráneos de fábula. Qué lejos queda Ítaca.
Tan lejos como cerca nos ronda la osadía de Joana Lluïsa Mascaró -o de sus asesores filosóficos y lingüísticos- al presentar el festival como un intento de convertir la poesía en “la música de las palabras” (sic). Hay tópicos que chirrían tanto como la tiza contra la pizarra o, más aún, como la realidad sin asumir contra el deseo más capcioso. Para presidir la parcela cultural y patrimonial del Consell de Mallorca debería hacer falta algo más de erudición. O quizá no. Al CIM -¿herencia de Munar?- sólo le importa el patrimonio en la más prosaica de sus acepciones. Seguro que me entienden.
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