LA TELARAÑA

miércoles, junio 18


Mientras el 906 de Terra - en plena, descomunal caída - me avisaba de que el tiempo corría a 0,70 euros el minuto y me empezaba a largar la música muerta de los aeropuertos, decidí aprovechar la imposibilidad de conectarme a Internet para reencontrarme con las aguas familiares de Cala Blava. En ellas fui niño, adolescente y adulto. Vidente y voyeur. En ellas sigo siendo, de vez en cuando, yo mismo.

También fue allí durante algún verano del siglo pasado donde escribí este relato tan deudor de Poe como lineal y poco trabajado. Aún así recuerdo que lo publicó en su día el Diario Baleares. Ahí va:


RETRATO IMPOSIBLE DEL AUTOR


En un pequeño albergue de Lville, ciudad nacarada de breves estíos, mitigaba sus frecuentes recaídas Lucien, recién llegado de nadie sabía dónde, y de oficio pintor, según la creencia generalizada de la siempre cauta, conservadora vecindad. Su rostro, a la par sereno y desdibujado, bosquejaba con idéntica atención decepciones y asombros, enarbolando una huidiza mirada que con rara facilidad trocábase en agresiva. Uno siempre reconoce en sí mismo los rasgos de un antepasado.

Con todo, Lucien era un ser enigmático. Culminadas las horas solares, de anochecida, se dirigía con presteza, inusitada por otra parte en él, al vecinal, desvencijado cementerio. Allí, sobre los musgos umbríos de la escarcha, que tanto arrebolaban su espíritu, sin otra luz que la lunar o la surgida de su propia y firme voluntad, se dedicaba con paciencia y emoción extremas, a dibujar los rostros, siempre demacrados y taciturnos, de los cadáveres más recientemente depositados.

Era su creencia que en aquellos rostros, abandonados ya al olvido, se conjugaban sorpresivamente la frialdad, el cruel distanciamiento de la muerte y la presencia carnal, tangible pero desgarrada de la vida. En tan precario interregno, su embriaguez llegaba al éxtasis cuando alcanzaba descubrir algún cadáver, en ese punto tan sutil de descomposición que por igual corresponde a la vida y a la muerte: rostros en apariencia todavía firmes, cercenados sin embargo ya por el silente transcurrir del tiempo. Su atenta mirada zurcía las incipientes grietas con la mayor de las devociones. Le entusiasmaban las volutas de carne que de improviso, casi por azar, se desprendían de los exentos cuerpos, obligándole a retocar una vez y otra sus bocetos: la ausencia repentina de un ojo, el descalabro de un párpado, un pómulo, una nariz o como le sucedió en dos magníficas, inolvidables ocasiones, el desparramarse del rostro entero, su desinflarse, masa amorfa, sobre el ahora ya visible, cadavérico, manojo óseo.

Sus retratos, con la voluptuosa belleza del terror, en rictus siempre triunfante y agónico, le otorgaron, con el paso del tiempo, acentuado renombre. Multiplicó su oscuro trabajo hasta la extenuación, pero una obsesión febril empezó, poco a poco, imperceptible pero dolorosamente, a adueñarse de su espíritu; interrumpió sus correrías nocturnas, abandonó los bártulos, sabedor, al fin, de que la única obra que en verdad deseaba realizar, se le antojaba empresa imposible: su propio autorretrato.

Vagó una larga temporada sumido en las más hondas cavilaciones, cotejó los códices más ancestrales, y en ellos, finalmente, un rancio anochecer otoñal, leyendo y releyendo los mitos de Tántalo, Atreo y Medea, halló el secreto primordial de su propia estirpe, la primordial, la última de las verdades humana: el padre es destructor, su creación está regida por el odio.

Y así, al igual que la luz genera sus propias sombras, Lucien se sumergió en los espejos, los destrozó después, y empezó a odiarse con el más terrible de los ensañamientos. Pronto comprendió que no le resultaba difícil la tarea, que en verdad el odio yacía en él, bien que oculto, desde los albores de su existencia, y así, de este modo, con fatalidad estudiada, Lucien fue dibujando, tejiendo y destejiendo, su propio rostro, su desconocido rostro interior, el rostro de su propia muerte: la muerte que, tras la postrer, inmortal pincelada, le sacudió cual rayo dantesco entre nubes y alaridos de celestial gozo.

***

Es bueno releerse de vez en cuando y no sonrojarse bajo ningún concepto... Labor de desmitificación: La vida es una obra en marcha.





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