LA TELARAÑA

miércoles, junio 11


Fui breve y escueto: esquelético como un esquema o una esquela. Mis poemas eran versos monosílabos, endecasílabos estirados como una hilera de hormigas moribundas.

Recuerdo esa época con especial cariño. La poesía del silencio, cuánto amor por el concepto, cuánto por la profundidad, qué afán de ser concisos y a la vez sugerentes...

Recuerdo que hasta nuestras cartas llevaban ese sello. Todo era contención y respiración pausada. Amábamos los opúsculos y las ediciones de culto. Las rarezas. Y siempre decíamos tener entre las manos algún manuscrito olvidado que supuestamente traduciríamos de alguna lengua muerta o inexistente a la nuestra entrecortada.

Las cosas no han cambiado tanto. Sólo hemos envejecido y nuestra contención de antaño es ahora fruto del cansancio y no de la experimentación. De la experiencia y no de sublevaciones o algarabías caducas. Hemos envejecido, sólo es eso.

Pero la juventud no es cosa que se pierda en poco tiempo. Se pierde poco a poco, desde luego, pero quizá no se pierda nunca del todo. Este pensamiento es un pensamiento conciso y a la vez sugerente... Es la poesía que vuelve; será que su suerte nunca me dejó abandonado.

Pero sí, tal vez, sitiado en el centro mismo de una telaraña que me une al mundo y a la vez me atrapa. Es un viaje con la ruta marcada y un objetivo último: la evasión.

O secuestrado entre las lianas pegajosas del lenguaje, esa malla afilada que me rodea y penetra.

Hay tanto placer en este dolor como en cualquier otro.



Interesante, como colofón al tema, leerse este artículo de Enrique Vila Matas, del que entresaco este párrafo:

Escribir –dice Lobo Antunes- es como drogarse, se empieza por puro placer, y acabas organizando tu vida como los drogados, en torno a tu vicio. Y ésa es mi vida. Hasta cuando sufro lo vivo como un desdoblamiento: el hombre está sufriendo, y el escritor está pensando en cómo aprovechar ese sufrimiento para su trabajo.

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