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Algunas pruebas: mutaciones.
Para que no exista nada fuera de este instante...
Extraigo a peso los tesoros escondidos en las entrañas de un pozo sin fondo. No es tarea fácil. Imagino las ruinas de archipiélagos sumergidos entre espirales de ceniza y algún que otro monólogo tintado de amargura — pero no, las piedras son sólo aristas calcinadas que no resisten la más mínima presión y de inmediato se disuelven.
(Todo es mentira sin serlo. La poética de la exageración exige desmesura metafórica. La comprensión no puede ser dialéctica... es preciso ir más allá. Pero tu pregunta no puede ser ¿dónde?)
Recupero sonrisas adormecidas y evito el recuerdo de alguna que otra justa maldición por las horas perdidas en los hoteles de la mentira. Recupero tesoros del espíritu que, desde siempre, ahí estaban. Pero era preciso algo más que un manual polvoriento: toda una arqueología de la luz.
(Las luminarias o el parentesco con la realidad de los espejismos. ¿Cuál realidad? ¿Qué espejismos? Sólo las palabras miden la matemática de la fiebre, la capacidad del desvarío. No creo en la dicotomía realidad / deseo. Tampoco la estoy negando porque esto no es tan sólo un maldito juego de espejos. Todo acontece fuera del tiempo: ¿dónde está el lenguaje? La aniquilación de la retórica exige una ética sin rasguños.)
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Tomo las agujas y extiendo los hilos. Igual en estas teclas atoradas que en los lugares que tu excitación me confirma.
Cada paso que repito ¿repite el anterior, aventura el próximo? Ubico la continuidad en la fragmentación como el lenguaje en las palabras.
Inmerso en el parpadeo líquido de este trabajo solitario que igual me derrumba que me transporta más allá de esas huellas donde intento reconocerme: El lodo maleable sana mis heridas con la voracidad egoísta de las sanguijuelas.
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Nací con el olvido de lo que iba a ser todo el resto de mi vida. Por eso construyo laberintos donde ya los había. Y escribo los versos que escribieron otros con la certeza de estar reconstruyendo mi pasado.
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En la espiral de cobre se paraliza el tumulto.
Luego la lluvia riega tus muslos y el paisaje dibuja una sonrisa — no puedo constatar su veracidad, ya he desaparecido.
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Fuera del tiempo, las prisiones son etéreas y las conmociones interiores. Soy dueño de este laberinto. ¿Me convierte la soledad en su único inquilino?
La matemática miente. La física es errónea. Existo en un lenguaje que me separa de mí mismo: me destierra.
O me mutila entre unas pocas coordenadas ficticias. Ignora un tiempo que se alarga y encoge, un espacio que se curva y desgarra, un cuerpo que nunca consigue desnudarse.
Pero hay otras dimensiones: están todas donde yo debiera.
En el ardor de los cuerpos. Y en los pliegues como páginas, las oquedades sonrosadas bajo el pulso acelerado de la sangre. Adoro los instantes del deliquio compartido: lenguaje mimético, indescifrable. Soy quien soy al serlo y no cuando lo digo. Por eso, mantengo sin temor que me sostiene el tiempo a pesar de las palabras.
Etiquetas: Literatura
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