El duende
La Telaraña en El Mundo.
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Y mi relato (5) en El Mundo... Es el último. Ahora debo retornar a la poesía.
Y aquí:
El duende
Hay seres diminutos que se instalan en nuestro cerebro y nos cobran hasta alquiler. A cambio, nos otorgan poderes de dudoso valor, como recitar correctamente en quechua, cuando no lo distinguimos del chino. Es difícil desalojarlos, salvo que a algún director de cine español le de por montar un docudrama con nuestras habilidades. Entonces desaparecen como rayos y si no aciertas a distraerlos un poco no te dejan ni acabar la película, con lo que te quedas sin royalties y con un vacío inmenso en la cabezota.
Estas cosas pasan. Joshua Picornell Bonfill daba alojamiento a uno que le traía, literalmente, de cabeza. Le obligaba a escribir barbaridades que acababan en un cajón bajo llave y que había jurado no enseñar jamás. Eran textos poéticos y profundos que a Joshua le resbalaban como una buena ducha fría al atardecer. Eso, cuando estaba de humor, porque cuando no, los juzgaba tan repugnantemente retóricos, que se ponía como un basilisco, indignado de que su persona albergase semejantes dislates.
Demasiada buena opinión de sí mismos tienen algunos. Y eso suele pasar factura.
Pero Joshua creía tener motivos dignos. La Universidad de las Islas Baleares le acababa de nombrar Doctor Honoris Causa, por su inestimable labor -según la nota de prensa que tenía ante sus ojos- en defensa de la supervivencia de las iberolenguas en vías de extinción: araucano, mapuche, náhuatl, quechua, chibcha, guaraní, arawak, tucano y tantas otras variaciones lingüísticas. Otra vez el quechua, pensará el lector avispado. Pues, sí. El mundo está repleto de coincidencias. Igual que un pañuelo usado de mucosidades.
Satisfecho, intentó preparar su discurso ante la selecta representación de la sociedad mallorquina, su sociedad natal, abandonada lustros atrás. No lo consiguió. El duendecillo hacía de las suyas y sólo le permitía fragmentos sueltos. Literatura salteada. Breves imposturas que le producían vergüenza ajena e íntimo enojo. Frases que le atormentaban porque no eran suyas aunque surgieran de su pluma, no sabía cómo. O sí que lo sabía. La culpa la tenía ese maldito diablo interior. Había que exorcizarlo. Cuanto antes, mejor.
Repasó sus últimos años. Sintió que la vergüenza y el enojo le asediaban desde hacía tiempo. Que no se reconocía en el luchador infatigable que había sido y que sus últimos artículos, publicados en las mejores revistas, le empezaban a causar pavor. ¡Él mismo era absolutamente incapaz de entenderlos! Le asombraba que otros los alabasen o, peor aún, se entretuvieran rebatiéndoselos, como si ello fuera posible. Ni por asomo. Sólo eran estúpidos trabalenguas, simples juegos malabares con los que acallar la conciencia maltrecha. Pero si ese era su objetivo, su fracaso también era elocuente. Absoluto.
«Piensen en las mariposas durmiendo en sus lechos de seda. En las arañas, que trabajan en la oscuridad de la noche, esperando que el alba les proporcione el sustento. Piensen en el laberinto de sus sueños e intenten descifrar su auténtico mensaje». Era el último texto dictado por el gnomo. Todo aquello le parecía carente del más mínimo sentido. Las tribus a las que defendía sobrevivían ancladas en guetos y reservas infernales, en aledaños marginales de una sociedad empeñada en aplastarlos. No era una cuestión personal; era el progreso que las arrasaba, sin apercibirse siquiera de su existencia. Y él era tan culpable como todos. Pero no más, se repetía. No más.
Su conferencia inauguraba los cursos de verano. Las autoridades políticas consiguieron que se sintiera como el hijo pródigo. Y antiguos amigos le pusieron al corriente sobre la actualidad isleña. Al entrar en el aula se sintió incómodo. Repartió precarios abrazos y saludos. Escuchó cómo el Rector, un personaje muy amable, le sugería leer su magistral conferencia en catalán. Asintió. Unos jóvenes le pidieron lo mismo. Volvió a asentir. Se fijó, entonces, en un viejo con la tez cobriza y la mirada muy negra, que le observaba, en silencio, desde muy lejos, exactamente desde el fondo de la inmensa sala. Su presencia parecía fuera de tiempo y lugar. Su aparente serenidad le produjo escalofríos. Lo reconoció. Era el sátiro en persona. Y tenía que aniquilarlo. Pero, ¿cómo?
Tras las presentaciones subió al estrado. Escuchó aplausos. Observó sus papeles. Reconoció el discurso de siempre. Hizo una mueca. Lo rompió en pedazos. Miró al viejo íncubo. Ahí seguía, inmóvil. Cerró los ojos y dejó fluir un poema que no recordaba:«¡Pachakuteq Taytallay! ¡Kamacheqniy Inkallay! Maypin kashan munaykiki? Maypitaqmi khuyayniki? Mark'aykita mast'arispan Tawantinsuyuta wiñachirganki, auqa sonqo runakunataq llaqtanchiqta ñak'arichinku. Qolla suyoq yawar weqen Inkakunaq unanchasqan, qantapunin waqharimuyku Perú Suyu nak'ariqtin. Maypin kashanki Pachakuteq? Maypin llanp'u sonqo kausayniki? waqmantapas sayarimuy llaqtanchis Suyo qespirinanpaq».
Abandonó el aula de un salto, ante el asombro general, no sin antes girarse un instante para ver cómo desaparecía el viejo duende. Sintió su sonrisa acariciándole y se supo, al fin, libre. Al día siguiente, leyó los comunicados oficiales y supo que la conferencia había constituido un notable éxito. Faltaría más.
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
3 Comments:
Me ha gustado la experiencia de los cinco relatos. Eres reconocible en ellos. Ya habías escrito prosa lírica, no había mucho salto, ¿o sí?
No abandones la prosa, que se paga, no como la poesía.
Firmado: Tu banquero.
Gracias, Luis. Intenté no traicionarme y ser reconocible ( para bien o para mal:-) Y el salto, desde luego, no era al vacío...
Un abrazo!
PD.- Mi banquero es una rubia con peligro: sus uñas rojas, ya sabes:-P
¡WOW!
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