El jubilado
Mi relato (2) en El Mundo.
Y aquí:
El Jubilado
Agosto es un mes perfecto para buscar fantasmas. Tanto calor favorece los espejismos. Miras a lo lejos y observas cómo brilla el agua donde sabes que sólo hay asfalto. Pero las cosas necesitan ser comprobadas y continúas andando, porque tienes sed y buenas piernas y quieres alcanzar ese oasis. Ya sé que uno puede pasarse así la vida entera sin llegar a ningún lado, salvo a ese lugar complicado que suele ser uno mismo. Igual la Tierra es redonda para que, vayamos donde vayamos, siempre acabemos donde empezamos, justo al principio.
Por eso he vuelto a Mallorca, aunque haya otros motivos. Siempre los hay. Pero permitan que me presente. Nací en Palma hace 65 años, aunque aparento exactamente 48. Ni uno más. Tendrían ustedes que verme. Alto, con el pelo elegantemente escaso, la sombra estratégica de un hoyuelo en la barbilla y la tez cruzada por las arrugas necesarias. Las del pensamiento. Sólo esas. Manejo con soltura algunos viejos trucos del lenguaje corriente, no puedo negarlo, pero afronto la vida con una sonrisa tan suicida, que no sé si soy la envidia o el terror de los jubilados de mi quinta. Porque me acabo de jubilar. Ya era hora.
Mi vida es pura ficción, como todas. Nunca toleré las órdenes, así que me marqué un plan de jubilación a mi aire. Pronto me largué lejos de la isla. Ordeñé vacas en Murcia, limpié góndolas en Venecia y zapatos en Valladolid. Fui tahúr en Marbella y probé suerte en Las Vegas. Caté licores en Florencia y amapolas infernales en un trasatlántico, cerca de Boston. Bailé tangos en Buenos Aires. Ejercí de chofer en Roma y de guardaespaldas en Vitoria. Paseé pancartas en París, 1968, y corrí tras los grises cuando el Uno de Mayo merecía todavía ese nombre. Amé en silencio a Marilyn y me emborraché con Sylvia Plath. Busqué las huellas de Rimbaud por Abisinia y encontré la paz en el cementerio marino de Sète. Fui negro de escritores de éxito, a cincuenta duros la página. Hice cine porno en Praga y pasé días amargos en Tetuán, pero esas historias las dejaré para otro día. No quiero aburrirles.
Al grano. Estoy en Palma porque tengo que encontrar a Mercedes, veintidós años, morena y menuda. Me lo prometí una vez que caí enfermo en algún lugar de La Mancha y nadie quiso cuidarme. Fue mi primera novia, allá por el año 1958. Era enfermera. Y también la primera mujer que me dio un beso de verdad, uno de esos imposibles de olvidar porque te traspasan, evaporando por completo tus mínimas concepciones del mundo. También te asfixian, todo hay que decirlo. Estuve locamente enamorado de ella. Pero un mal estudiante desaliñado no podía competir con los prepotentes medicuchos de la Seguridad Social que la cortejaban. Yo, entonces, no podía comprenderlo -ahora tampoco, pero con la edad se pierde beligerancia- y me enfrentaba a ellos allá donde los encontraba. O me encontraban, porque acabaron dándome alguna paliza notable. Ella curaba mis heridas, escuchaba mis razones y asentía. Pasaba su mano por mi mejilla y, sin avisar, me besaba con fiereza. Seguro que adivinaba quién tenía la partida perdida. Pero, al menos, sabía cómo tranquilizarme.
Los milagros no sólo suceden en los libros. La encontré en la disco del hotel donde me hospedaba. Un lugar infernal, repleto de murciélagos y sombras chinescas, donde la luz y la música padecían epilepsia. Pero era ella, Mercedes, veintidós años, morena y menuda. Apenas había cambiado. Sólo lucía un piercing bajo el labio y una serpiente tatuada en el hombro. Me acerqué y la saludé, emocionado. Hola, Mercedes, te buscaba. Ella me miró sin verme. Hola, dijo. ¿No me recuerdas? pregunté. ¿Debiera? le oí decir tras unos segundos de espera. Saqué entonces la amarillenta foto que siempre llevo en la cartera. Eres tú, querida, y se la enseñé con orgullo. Ajá, dijo ella. Y qué deseas, añadió. Saqué un fajo de billetes que cogió al vuelo. Murmuró algo sobre los cojones de no sé qué viejo. Tengo de todos los colores, coca, tripis... y Viagra, añadió, burlona. Yo no quería saber de qué hablaba. Sólo acerté a balbucear, Sí. Me miró de arriba abajo. Sí, a qué... ¿Viagra? Sí, repetí como un autómata. Al menos sonaba a medicina. Ella desapareció unos minutos y regresó con una bolsita de plástico donde había dos pastillas azules. Las puso en mi mano, con suavidad. Ignoro por qué saqué, de nuevo, otro fajo de billetes y ella me miró con la sonrisa antigua que tan bien recordaba. Ah, deseas utilizarlas ahora mismo... Pues, subamos a tu habitación, dijo cogiéndome del brazo.
Dejé que me preparara una bebida exótica y que introdujera la pastilla entre mis labios. Me sentía aturdido y deseaba que me cuidaran. Nadie mejor que ella. La noche fue larga. Creo que inmensa. Pero no entraré en más detalles. Me desperté feliz. Había reencontrado a Mercedes. Y todavía quedaba una pastilla azul sobre la mesilla de noche.
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
6 Comments:
Compruebo que estás "condenado" a volver siempre a Mallorca, aunque estés allí.
¿Sabes si me puedo prejubilar con 40? Míramelo, haz el favor, pues tengo la misma trayectoria profesional que tú (excepto guardaespaldas en Vitoria).
Pues estaba viendo hace un momento la película "La Playa" por enésima vez, si esa de Leonardo DiCaprio, sí el de Titanic y la espectacular Virginia Ledoyen, y que quieres que te diga pero tu relato casi que la iguala en intensidad. Repito lo del casi.
Un saludo:))
Ah, no, Luis, lo de guardaespaldas en Vitoria es fundamental:-P
Saludos
Fx
no sé yo, Raúl, pero gracias, querido:-))
Saludos
Fx
¿Corrías tras los grises? Pues sí que los debías de acojonar, ¿no? XD
Buenos relatos, para no ser un escritor de relatos. Eres el puto amo.
jaaaaajaja, cisne, es que el jubilado ese era un tipo duro ( de roer y de mollera :-)) Ah, el tiempo detenido en la memoria y el tiempo que esquiva a ciertos sueños ---> por ahí, se insinúa la locura.
Gracias por estar ahí:-)
Fx
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