Aislados. La sensación de viaje sólo es sostenida por el recuerdo impreciso de las escalas puntuales. No existe el tiempo de tránsito. No existe la unidad capaz de medir la demora. El éxtasis, la idea brillante, la revelación presuntamente cegadora, el instante único e irrepetible… todas esas percepciones sobredimensionadas duran, por definición, muy poco. Si acaso lo que un parpadeo y, en ocasiones, ni eso. Se instalan en el lenguaje y, con más propiedad, en sus aposentos situados en algún lugar de la corteza cerebral y se evaporan. No hay memoria capaz de recrear su naturaleza fugaz de forma continuada ni de mantener el efecto creíble de su duración; resulta imposible retroceder en el tiempo y sentir, salvo en diferido, lo que ya se extinguió dejándonos, sí, un revuelo de pavesas, un rastro de placer o dolor perdidos, un eco irregular pero centelleante —que nunca regresa porque, entre otras cosas, no pertenece a este momento. ¡El desechable momento de la añoranza!
Este lógico resentimiento –la búsqueda de lo inalcanzable- define con exactitud el lenguaje; bien porque engrasa sus resortes dándoles una apariencia irreal de funcionamiento, bien porque, como el mismo aceite que aligera pero también pudre la integridad áspera del hierro, de igual forma, acaba atorando los mecanismos del pensamiento hasta la parálisis. Es entonces cuando, aterrados, apelamos a un lenguaje que primero nos muestre su propia descomposición y en ella –a su través, el ardid de la identificación como último agarradero de supervivencia- nuestras ruinas, su frágil arquitectura, su esqueleto deshilachado. Si pudiéramos auscultarlo percibiríamos nuestro romo aliento. El mito de la deconstrucción vuelto del revés. No hay nada que destruir. Todo está por hacer -y hacerse- desde el principio de los tiempos; es decir, desde este mismo –inquieto- instante, sumido en la podredumbre.
Etiquetas: Creación, Literatura
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