hoja de ruta
La Telaraña en El Mundo.
Hay que ser, conceptualmente, algo ridículos y bastante mezquinos para vivir pendientes de un plan anclado en el aire imperfecto del futuro, en el dibujo con tiralíneas -la vertical es siempre de plomo- de una construcción ilegal, pero quién sabe si legalizable, pespunteada por leyes y medidas coercitivas bajo la sombra maternal, pero terrorífica, de un abismo abierto entre los pliegues del mapa de un tesoro: la hoja de ruta hacia ninguna parte como pretexto para emanciparse de la realidad y, de paso, borrarnos del presente. La OCB está en ello y sus bufones del Lobby para la Independencia les jalean. Cómo no.
El Plan –ignoramos si llamarlo territorial, político, social o lingüístico- de «La Obra» convierte el lenguaje –que debiera ser de arcilla barroca, volcánica y voluptuosa- en un magma único, petrificado y estéril que mutila, así, el conocimiento, convirtiéndolo en un erial baldío con vistas a una quimera yerma, insubstancial y retórica, pero no austera, que bien cargadas circulan sus alforjas sobre el lento carruaje de los asnos a través del infinito desierto. El sol crea espejismos a lo lejos pero también incurables llagas ponzoñosas en la piel descubierta. Tal vez el color del dinero –ahora noventa mil nuevos euros para proteger al sufrido catalanoparlante- obre milagros balsámicos pero debiera resultar agotador andar insomnes con la mirada fija en el fiel de una balanza imaginaria, aquí las paralelas hacia la eternidad, allá las tangentes retorciéndonos el cuello hasta la asfixia. Ya no sé si hablo de su fatiga o de la mía.
El que tiene otros planes es Miquel Nadal. Pronto tendrá despacho abierto en Cort y hasta será alcalde accidental cuando la alcaldesa por accidente, Aina Calvo, esté como ausente. Es lo que tiene suceder a María Antonia Munar. Se tiende a imitar su ubicuidad, a saltar impune por sobre las zanjas más profundas, a bailar –puro jolgorio- sobre el sentido común y la comunidad como si se estuviera más allá del bien y el mal. Igual es eso.
El Plan –ignoramos si llamarlo territorial, político, social o lingüístico- de «La Obra» convierte el lenguaje –que debiera ser de arcilla barroca, volcánica y voluptuosa- en un magma único, petrificado y estéril que mutila, así, el conocimiento, convirtiéndolo en un erial baldío con vistas a una quimera yerma, insubstancial y retórica, pero no austera, que bien cargadas circulan sus alforjas sobre el lento carruaje de los asnos a través del infinito desierto. El sol crea espejismos a lo lejos pero también incurables llagas ponzoñosas en la piel descubierta. Tal vez el color del dinero –ahora noventa mil nuevos euros para proteger al sufrido catalanoparlante- obre milagros balsámicos pero debiera resultar agotador andar insomnes con la mirada fija en el fiel de una balanza imaginaria, aquí las paralelas hacia la eternidad, allá las tangentes retorciéndonos el cuello hasta la asfixia. Ya no sé si hablo de su fatiga o de la mía.
El que tiene otros planes es Miquel Nadal. Pronto tendrá despacho abierto en Cort y hasta será alcalde accidental cuando la alcaldesa por accidente, Aina Calvo, esté como ausente. Es lo que tiene suceder a María Antonia Munar. Se tiende a imitar su ubicuidad, a saltar impune por sobre las zanjas más profundas, a bailar –puro jolgorio- sobre el sentido común y la comunidad como si se estuviera más allá del bien y el mal. Igual es eso.
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