LA TELARAÑA: La pasión por las cadenas

sábado, marzo 19

La pasión por las cadenas

La respuesta al debate de los sábados en El Mundo: ¿Cree que Cort debe gastarse un millón de euros en un sistema de ‘bici pública’ para Palma?


No. Sobre las dos ruedas fuimos, sobre todo, niños y, acaso, también adolescentes, pero no durante mucho tiempo, porque ahí mismo, enseguida, ya empezamos a tener demasiada prisa y, además, la compañía quería estar cómoda y lucir seductora e ir rápida y ver mundo y que la brisa le sonrosase el ánimo y que el efímero poder de la velocidad la convirtiera en algo de paso, en una experiencia, un cataclismo, un viaje a través de la noche y las autopistas con el pulgar siempre alzado, porque había que subirse y bajarse en marcha y no había tiempo para la pausa o el descanso, para el senderismo de los sentidos y sí, eso creíamos, para el vértigo, las fugas inverosímiles y los placeres hasta el síncope, a toda pastilla y sin frenos, hasta que el asfalto cediera o estallara el cuerpo y el coche y el mundo entero con nosotros. O sin nosotros. Qué largas nos parecen, ahora, aquellas autopistas donde nos perdimos sin acabar de encontrarnos y en donde seguimos, a veces, buscando aún esa antigua ráfaga de luz o viento que ya no existe. Quizá porque la imaginamos bajo el efecto de alguna fiebre pasajera. Quizá porque sólo fue un sueño necesario. Tal vez porque no existió nunca.
Sobre los recuerdos, sin embargo, sólo cabe ir paso a paso y respetando las señales y los síntomas, acechando su estela intermitente, su paso de cebra descolorido, su rutina y su lento revelado. Ya no podemos regresar a la oscuridad de ese negativo donde nos dejamos la piel y las ilusiones, el pedaleo a contracorriente, el pulso tullido de una forma de vida que nos dejó exhaustos, sí, pero no imbéciles, amortajados o paralíticos. No, al menos, del todo.
Por eso no entiendo el regreso al pasado que Aina Calvo lleva proyectando, como única actividad reseñable, para una ciudad que siempre tuvo más pasado que futuro, más murallas que extramuros, más patios feudales donde encerrarse que arrabales donde expandirse, más hollín que hojarasca. Más tiempo detenido que vértigo, exuberancia, transgresión o, simplemente, cultura. Dejarse un millón de euros entre bicicletas y carriles de cartón piedra no es sólo prolongar la imagen fantasmal de una ciudad sitiada por la sombras y la desidia, la soledad y el silencio. Es también, y sobre todo, ponerle más cadenas a ese vigía nocturno que, como el viejo Diógenes, recorre ahora, escéptico, las calles de Palma en busca de vida, sin encontrarla.


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