La ciudad quemada
La Telaraña en El Mundo.
No sé si fue una casualidad o una ocurrencia, pero me
sorprendió que La 2 de TVE cerrara los fastos televisivos del 12 de octubre con
la emisión de «La ciutat cremada», de Antoni
Ribas, una película que recordaba haber visto con cierto agrado cuando fue
estrenada, al parecer en 1977, tras un año de prohibición por culpa de las
veleidades de la censura, nada menos. Pero el tiempo, tanto para lo bueno como
para lo malo, no pasa en balde. En absoluto. Salvo la exuberante belleza
juvenil de Ángela Molina -absolutamente
memorable ese pecho suyo al aire con el que casi se cierra la película- todo lo
demás me pareció espantoso, horrible; una historia maniquea de traidores y
cobardes, un cónclave barriobajero de fanáticos y asesinos, de cínicos, una
exhibición sectaria del horror al que la política del revanchismo y la
identidad perdida nos condujo en el pasado y al que, quizá, nos vuelva a
conducir en breve. Parece que el pasado repite, aunque no debiera.
Sólo la belleza, pues, se salva (y nos redime) del horror y
el caos, de las metáforas mal aplicadas y peor resueltas. De la realidad
convertida en ficción o viceversa, en Semana Trágica, porque no hay forma mejor
de afrontar los acontecimientos que narrarlos, convertirlos en novela, cuento, pintura,
película o poema. Es decir, discurso. En historia de todos que nos ronda y
persigue, que nos habita hasta las entrañas sin que podamos aseverar que el
horror colectivo se justifica, suficientemente, por la suma de las mezquindades
personales de cada uno de nosotros. ¿Pueden nuestras miserias individuales acabar
generando enormes tragedias colectivas? Es posible, pero quién sabe.
Es muy difícil entender y, sobre todo, explicar el comportamiento
humano. No parece haber forma de precisar, con exactitud, dónde acaba el
instinto animal y dónde empieza la razón y sus pesadillas; hasta dónde alcanza
la cultura y en qué maldito lugar da paso marcial a las ideologías; hasta dónde
llegamos por inercia, comodidad o suerte y hasta dónde por convicciones o
esfuerzo propio. Se acumulan los interrogantes y todas las respuestas posibles se
me acaban antojando igual de triviales. Me duele muchísimo la soledad gélida de
un montón de cadáveres apilados a ambos lados de unas trincheras que ya no
existen, que ya no pueden existir. Me duele muchísimo la soledad de esos
cadáveres abandonados a su desgracia mientras unos y otros vuelven a sus casas,
a sus trabajos, a sus rezos, a sus proclamas. A lo que sea que les haga olvidar
por qué mataron o cómo, de qué manera, lograron sobrevivir. A lo que sea, en
definitiva, que les haga olvidar, por completo, que una vez hubo vencedores y,
también, vencidos. ¿Los hubo?
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