La lagartija de Dylan
La Telaraña en El Mundo.
Puede que ya no crea, en absoluto, en la alta literatura y
que la baja, la baja literatura, me siga importando lo que siempre; es decir,
nada. Puede que los libros de mi biblioteca vayan, con el tiempo, perdiendo peso,
volumen y hasta páginas, convirtiéndose tomos en pasquines, enciclopedias en
libelos, obras completas en hojas sueltas y desgarradas con los márgenes
adoloridos, porque ahí anoté algunas palabras y dibujé algún diagrama que
apenas sí puedo, ahora, descifrar. No es fácil descifrar lo que ya sólo
recuerdas porque trastornó tu vida, te convirtió en otro, te sedujo, te
violentó, te venció, te dejó temblando como una llama en la encrucijada de
todos los vientos. En ese lugar sigo ahora, porque nadie logra escapar a su
destino y no hay forma de abandonar el paraíso del que, quizá, ya nos han
expulsado. Siempre nos intentan expulsar de nosotros mismos, pero no sé si
siempre lo logran.
Dejé dicho en las redes sociales que Leonard Cohen me hubiera parecido un premio Nobel de Literatura
mucho más literario que Bob Dylan. Era
sólo una ocurrencia, una frase más o menos ingeniosa con la que constatar que
las canciones de Dylan que mejor conozco tienen ya una edad más que respetable.
Treinta o cuarenta años. Y que ya hace décadas que no escucho a Dylan, porque
los tiempos, en efecto, han cambiado muchísimo y la respuesta, vaya que sí,
sigue flotando en el aire, como una llama en la encrucijada de todos los
vientos y la vida humana es sólo un gesto de rebelión o soberbia, algo que se
retuerce como la cola arrancada de una lagartija: nos escapamos de la verdad o
la mentira y dejamos, a cambio y como si significaran algo, nuestros actos y
palabras, nuestros libros, nuestras canciones rotas por la afonía de los
siglos, nuestra danza compulsiva, cada vez más descreída e insomne. Escucho lo
último de Cohen y, aunque me conmuevo, me sucede como con la última película de
Woody Allen: yo ya he bailado esa
soledad impostada, ya he escuchado esos monólogos absurdos, ya he vivido esa misma
historia y no puedo revivirla, como si la desconociera.
Con todo, repaso los últimos premios Nobel de Literatura y
me da la risa. Svetlana Aleksiévich,
Patrick Modiano, Alice Munro, Mo Yan, Tomas Tranströmer.
Escribo sus nombres y me atraganto, porque el sueño de la literatura es sólo un
laberinto, una trampa letal ideada, tal vez, por Borges una noche nórdica, ácida y telúrica en la que Dios, finalmente,
dormitaba y la creación, insatisfecha, rumiaba su propio desconcierto, su tumultuoso
y deslavazado destino. La música la ponía Dylan. O Cohen. O ese silencio
magnífico que nos ayuda a pensar cuando todo parece que se desmorona.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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