los círculos
La Telaraña en El Mundo.
Nunca he creído en las virtudes terapéuticas del trabajo con vistas a la autorrealización personal. Ni en hombres ni en mujeres. El trabajo sólo sirve para ganarse –torpe método, desde luego- el dinero justo para seguir trabajando y así consumiendo de por vida. Puede que no sea poco y hasta que sea necesario o forme parte de un castigo antiguo que hay que cumplir. Igual la sociedad es un laberinto de círculos tan enloquecidos que no hace falta preguntárselo a Miquel Nadal ni al Círculo de Bellas Artes. Con todo, me gusta perderme en los callejones sin salida en pos del milagro de reencontrarme entre sus velados muros o más allá. Escribiendo estas líneas, por ejemplo. Pensarlas me aleja tanto de los emprendedores como del ardor de las feministas y quizá me destierre a un lugar de nadie que, aún así, me parece muy concurrido. Quejarse de soledad no es de recibo.
Por eso observo las revueltas ajenas con no poca fascinación. Mientras la Feria del Libro vive su parto de luces y sombras, con los libreros, los comerciantes y Cort a la gresca –que si el Borne, Sagrera, las Estaciones, la fila india o la doble fila- el conseller Moragues no tiene otra que echarse unas lágrimas por la vuelta de Baleares al Instituto Ramón Llull que ahora forman Cataluña y Andorra, es decir, medio mundo. ¿Y el IEB? Pues a lo suyo. A editar libros con Moll y a viajar a Bolonia.
Todo tiende a corromperse. Hasta el agua, que no sé si nace virgen e inocente, pero sí que forma remolinos y círculos y también identidades, nacionalidades y demás rastrojos hasta que llega, reumática, sucia y viscosa, al viejo mar, que es el morir en la quietud de la sal –esa efigie bíblica- después del tránsito, el burbujeo por los riscos y cascadas. Todo cae por su propio peso. No sé de quién es el agua ni de quién sus derechos. Igual la SGAE lo sabe. Sea como fuere, acabará en manos de los agraciados por el voluble spleen hidráulico de los políticos. A los demás nos quedará la Danza de la Lluvia. Tiene su encanto.
Nunca he creído en las virtudes terapéuticas del trabajo con vistas a la autorrealización personal. Ni en hombres ni en mujeres. El trabajo sólo sirve para ganarse –torpe método, desde luego- el dinero justo para seguir trabajando y así consumiendo de por vida. Puede que no sea poco y hasta que sea necesario o forme parte de un castigo antiguo que hay que cumplir. Igual la sociedad es un laberinto de círculos tan enloquecidos que no hace falta preguntárselo a Miquel Nadal ni al Círculo de Bellas Artes. Con todo, me gusta perderme en los callejones sin salida en pos del milagro de reencontrarme entre sus velados muros o más allá. Escribiendo estas líneas, por ejemplo. Pensarlas me aleja tanto de los emprendedores como del ardor de las feministas y quizá me destierre a un lugar de nadie que, aún así, me parece muy concurrido. Quejarse de soledad no es de recibo.
Por eso observo las revueltas ajenas con no poca fascinación. Mientras la Feria del Libro vive su parto de luces y sombras, con los libreros, los comerciantes y Cort a la gresca –que si el Borne, Sagrera, las Estaciones, la fila india o la doble fila- el conseller Moragues no tiene otra que echarse unas lágrimas por la vuelta de Baleares al Instituto Ramón Llull que ahora forman Cataluña y Andorra, es decir, medio mundo. ¿Y el IEB? Pues a lo suyo. A editar libros con Moll y a viajar a Bolonia.
Todo tiende a corromperse. Hasta el agua, que no sé si nace virgen e inocente, pero sí que forma remolinos y círculos y también identidades, nacionalidades y demás rastrojos hasta que llega, reumática, sucia y viscosa, al viejo mar, que es el morir en la quietud de la sal –esa efigie bíblica- después del tránsito, el burbujeo por los riscos y cascadas. Todo cae por su propio peso. No sé de quién es el agua ni de quién sus derechos. Igual la SGAE lo sabe. Sea como fuere, acabará en manos de los agraciados por el voluble spleen hidráulico de los políticos. A los demás nos quedará la Danza de la Lluvia. Tiene su encanto.
Etiquetas: Artículos
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