la ensaladilla
La Telaraña en El Mundo.
Se me acaba de caer al suelo la fuente con la ensaladilla recién preparada. Se me ha caído boca abajo, como es de ley, y así mi cocina parece ahora un revuelto de mahonesa, patatas, judías, zanahorias, tomatitos, atún, aceitunas, gambas, alcaparras, espárragos y cebollas troceadas. Un revuelto infernal, un caos gastronómico, un estropicio sin límites, un espejo roto de un mundo igualmente hecho añicos, muy similar –o quizá idéntico- al que advertimos cuando el pensamiento encalla en la realidad, naufraga en sus arrecifes ocultos y, entonces, las utopías de unos se convierten en los campos de concentración de otros, quizá los mismos o, de preferencia, sus más apreciados herederos. Con todo, mis ensaladillas son bastante consistentes y no exagero si digo que tengo de ellas una idea muy redonda y cabal, muy acabada y doméstica, muy de dejarla languidecer, sin ningún remordimiento, en el cubo de la basura cuando no se ajusta a lo que debiera ser y ya no es.
La realidad suele acabar siendo el peor escollo de las ideas, su cementerio, el lugar remoto donde ir de visita y reencontrarse con las amables sombras bajo las que crecimos y nos hicimos, sino mejores, sí tal y como ahora somos. Es así como pasa el tiempo, se suceden los modelos sociales, sus teogonías más o menos ilustradas, su ocaso firme y sucesivo. Es así como ahora miramos el mundo y, por vez primera, pero para siempre, no nos lo creemos.
No creemos en la inocencia de los gobiernos. Ni siquiera en sus buenas intenciones. Francesc Antich, por ejemplo, tiene las luces de un faro inexistente en plena noche de tormenta. Le acompañan, a babor y estribor, simpáticos truhanes cuya única ambición es apropiarse del mapa del tesoro –esa idílica vía muerta que acaba en la ejemplar cárcel de Palma- y falsear su hoja de ruta, la hoja de ruta que no tiene ni tendrá nunca. La que no heredó de nadie porque sus antecesores tampoco la tenían. Este gobierno se parece a mi ensaladilla. Sólo luce en IB3 y en el cubo de la basura.
La realidad suele acabar siendo el peor escollo de las ideas, su cementerio, el lugar remoto donde ir de visita y reencontrarse con las amables sombras bajo las que crecimos y nos hicimos, sino mejores, sí tal y como ahora somos. Es así como pasa el tiempo, se suceden los modelos sociales, sus teogonías más o menos ilustradas, su ocaso firme y sucesivo. Es así como ahora miramos el mundo y, por vez primera, pero para siempre, no nos lo creemos.
No creemos en la inocencia de los gobiernos. Ni siquiera en sus buenas intenciones. Francesc Antich, por ejemplo, tiene las luces de un faro inexistente en plena noche de tormenta. Le acompañan, a babor y estribor, simpáticos truhanes cuya única ambición es apropiarse del mapa del tesoro –esa idílica vía muerta que acaba en la ejemplar cárcel de Palma- y falsear su hoja de ruta, la hoja de ruta que no tiene ni tendrá nunca. La que no heredó de nadie porque sus antecesores tampoco la tenían. Este gobierno se parece a mi ensaladilla. Sólo luce en IB3 y en el cubo de la basura.
Etiquetas: Artículos
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