las ordenanzas
La Telaraña en El Mundo.
Desconozco qué se entiende por arraigo social, pero si he sobrevivido en la ingravidez que se le presume a la ausencia total y voluntaria de raíces, será, tal vez, porque discutir sobre esos detalles hiperrealistas me produce tanta urticaria como vergüenza ajena, pasmo, evanescencia, gases. Nunca me gustó el hiperrealismo, es cierto, pero hay ordenanzas malabares que parecen situarse sobre el bien y el mal, en un lugar que, como poco, suele acabar siendo inhóspito. El nuevo Pacto Nacional para la Inmigración en Cataluña incluye, de serie, la obligación de hablar y entender el catalán, por sobre todas las cosas, si es que uno desea poseer esos pliegos identitarios que tanto nos igualan. Es obvio que mi anacronismo -honrando la cismática indiferencia frente a la cohesión uniforme- no tiene cura.
Pero todo empieza a dar risa. O grima. Mahón, por ejemplo –con esa hache que perdió no sé dónde- ha pasado de ser uno de mis paraísos afectivos a constituir la sombra de un acoso administrativo. Escupir en la calle o celebrar un botellón puede multarse con mil quinientos euros. Tirar unas pipas de girasol o tatuar, a lo Bansky, una pared o un árbol, unos setecientos. Pensar, ni se sabe. Sólo me falta inquirir la pena por arrojar una colilla para saber si me sale a cuenta volver donde fui feliz. La canción me dice que no.
Pero hay más. Los músicos callejeros de Barcelona –después de que tragasen los de París o Nueva York- tendrán que sacarse un carnet de artistas callejeros para simultanear el arte y la mendicidad y, así, librar del silencio las terrazas públicas y los andenes subterráneos del metro. ¿Será un ardid de la SGAE para hurgar en la calderilla de sus alcancías? ¿Propondrá Grosske lo mismo, en Palma, cuando le aburra el oropel del ATiarFoc? ¿Tendré, en fin, que sacármelo por si un día aciago, Borne arriba o abajo, me da por ofrecer unos versos manuscritos o cantados, que sería peor, a los sufridos viandantes? Ni soñarlo. Prefiero la multa y luego, por favor, el olvido.
Pero todo empieza a dar risa. O grima. Mahón, por ejemplo –con esa hache que perdió no sé dónde- ha pasado de ser uno de mis paraísos afectivos a constituir la sombra de un acoso administrativo. Escupir en la calle o celebrar un botellón puede multarse con mil quinientos euros. Tirar unas pipas de girasol o tatuar, a lo Bansky, una pared o un árbol, unos setecientos. Pensar, ni se sabe. Sólo me falta inquirir la pena por arrojar una colilla para saber si me sale a cuenta volver donde fui feliz. La canción me dice que no.
Pero hay más. Los músicos callejeros de Barcelona –después de que tragasen los de París o Nueva York- tendrán que sacarse un carnet de artistas callejeros para simultanear el arte y la mendicidad y, así, librar del silencio las terrazas públicas y los andenes subterráneos del metro. ¿Será un ardid de la SGAE para hurgar en la calderilla de sus alcancías? ¿Propondrá Grosske lo mismo, en Palma, cuando le aburra el oropel del ATiarFoc? ¿Tendré, en fin, que sacármelo por si un día aciago, Borne arriba o abajo, me da por ofrecer unos versos manuscritos o cantados, que sería peor, a los sufridos viandantes? Ni soñarlo. Prefiero la multa y luego, por favor, el olvido.
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