LA TELARAÑA: Los paraísos perdidos

sábado, julio 3

Los paraísos perdidos

La respuesta al debate de los sábados en El Mundo: ¿Cree que el Govern ha descuidado el mantenimiento de las playas emblemáticas de Baleares?



Sí. Escribir sobre las posibles, y hasta imposibles, variables y variantes del paraíso –y hay muchos tipos de paraísos en los que, siempre, parece empezar una vida mejor y, en cambio, lo que se inicia es sólo su pesadilla más o menos inaguantable, su ínfima parodia, su risible paradoja y acaso su ridículo, demoledor y trivial espejismo- es sólo embarcarse en una especulación enrevesadísima sobre los lugares perdidos y su complejo efecto psicológico, su estética rota, su gota de corrosivo ácido sulfúrico abriendo brecha –un enorme vacío pespunteado de dolor, inquietud y nostalgia- sobre lo que pudo ser y, sin embargo, no fue, sobre lo que quisimos alcanzar y no alcanzamos, sobre lo que, a fin de cuentas, creíamos tener en las manos y se nos escapó, como arena, como agua, como aire, por entre los dedos y la porosidad de la piel y de la consciencia como por entre las celosías del deseo, la identidad y el áspero enfrentarse, cada día, a ser mucho menos –seres menores, en definitiva- de lo que somos. Si es que somos.

Por eso –y si no por eso, por cualquier otra razón sin más importancia que su azar o su enigma- nunca me gustaron las playas, esa combinación de ocio y usura, de mar y tierra desafiándose a golpe de chiringuito y crema bronceadora, de sol cayendo a plomo y de agua rizada con la sal mutante de todas las permutaciones biológicas. Pero una cosa es mi gusto, o disgusto, personal y otra, del todo opuesta, la obligación del Govern –esa máquina empeñada en ser, tan sólo, un «sexador» lingüístico del censo electoral- de gestionar con eficacia los paradisíacos reclamos turísticos de que gozan las Islas, desde que las costas dejaron de ser lugares de asalto y de pesca para convertirse en saunas sociales o en invernaderos terapéuticos contra el estrés y la ciclotimia.

Así las cosas, no es de extrañar que la Playa de Palma parezca un estercolero y que los vecinos de Capdepera, por ejemplo, estén trinando contra la dejadez administrativa que acabará convirtiendo la selecta Playa de Cala Agulla en un abrupto acantilado sin más rumor que el de las piedras rodando y la espuma enfurecida contra los arrecifes. A este paso algún día iremos ahí –o a cualquier otra playa isleña- y nos encontraremos la gigantesca cabeza de la Estatua de la Libertad, degollada, por único y decorativo paisaje. Entonces sabremos que ya es tarde y que ya nada tiene remedio.

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