Terror en las aulas
La Telaraña en El Mundo.
He dejado pasar el tiempo -el tiempo siempre pasa muy
deprisa- en el más que lamentable caso de la niña agredida en el colegio Anselm
Turmeda de Palma. El mundo de los niños, en ese otro hogar que, durante años, constituyen
los colegios donde nos iniciamos en el aprendizaje de la vida, es muy simple,
pero también muy complejo; tanto, al parecer, que, tras dos largas,
interminables semanas, el lamentable Govern que nos gobierna no ha logrado esbozar,
siquiera, una explicación medianamente convincente de unos hechos en los que se
entremezclan, de un lado, el deslavazado espíritu de la escuela pública, el caótico
ensamblaje funcionarial entre la volatilidad política de la Conserjería, los
deseos lógicos de los padres y el maremágnum de los docentes y sus
asociaciones, más o menos sindicales, ideológicas o lingüísticas, y del otro
lado, los problemas específicos de la vida misma, las inevitables disputas
entre los alumnos, la finísima línea que va desde la riña o la pelea, sin más
adjetivos ni consecuencias, al infame submundo del acoso, el abuso, la
violencia cobarde de los más fuertes.
Yo no sé, finalmente, lo que de verdad pasó en ese patio
donde llueve como en todos los patios de todos los colegios del universo, en
ese patio donde las luces dejaron de brillar hace unas dos semanas, donde se
levantó la nube plúmbea, oscura, terrible, de un cielo cuajado de dolor y, tal
vez, de injusticia. De sudor infantil y moscas voraces. De pizarra agrietada y
vaho en los cristales. Definitivamente, los colegios son lugares terroríficos
donde casi todo lo que acontece lo acaba explicando la ineptitud de los mayores
para recordar la infancia que ya perdieron. Perdimos.
Echo la vista atrás y sonrío, porque no hallo motivos para otra
cosa. Hubo una vez un cura viejo y malhumorado, gruñón y cascarrabias, a la
sazón director del Colegio San Francisco de Palma cuando yo era alumno de ese
colegio, que se dedicaba a pellizcarnos con saña en los muslos cuando
llegábamos tarde a clase, cuando suspendíamos algún examen semanal o cuando nos
pillaba, desgraciadamente, por los larguísimos pasillos del colegio o en secretaría
intentando solucionar algún que otro problema menor; y el problema no era otro
que tener que acabar huyendo, con celeridad, de sus manos largas. Nunca he
olvidado el crucial instante en que casi alcanzó a palpar mi vello púbico y,
ante mi respingo, la rapidez con la que se batió, entonces, en retirada. El
viejo curita debía ser un tipo ciertamente repugnante, pero la verdad es que yo
no le guardo ningún rencor especial. Hasta he olvidado su nombre y, aunque
supongo que podría rescatarlo del olvido, no le encuentro otro lugar mejor
donde sepultarlo.
Etiquetas: Artículos
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home