Una temporada en el infierno
La Telaraña en El Mundo.
En no pocas ocasiones me entretengo en leer «El Paraíso
Perdido» de Milton, como si
estuviera leyendo, exactamente, «La Divina Comedia» de Dante. No tienen demasiado en común, es cierto, pero algo que
escapa a la lógica de mis conocimientos los entremezcla en mi brumosa memoria
de lector, que fuera compulsivo y ya no lo es; tanto Dante como Milton escriben,
en efecto, sobre el infierno, pero mientras el primero pone su énfasis en los
pecados del hombre y considera a Lucifer como la reencarnación de un castigo más
que merecido, el segundo lo hace fijándose, casi obsesiva y exclusivamente, en
la orgullosa rebelión inicial de Lucifer, en su definitiva expulsión del cielo
y en su necesidad vital de usarnos, a la postre, pequeños seres humanos, como eterna
arma arrojadiza, como vía de venganza ponzoñosa contra Dios, sus planes y su
noción del universo.
El infierno, en cualquier caso, resulta ser un lugar
tangible donde Lucifer existe por sí mismo. Un lugar en el que pasamos mucho
más tiempo del que quisiéramos. Allí intercambiamos ideas como si fueran
sustancias químicas retorciéndose en nuestro interior, en ese crisol íntimo
donde arde lo mejor y lo peor que somos y no dejamos nunca de ser; esos planes
sulfúricos que nos absorben, esas mutaciones obsesivas que nos asolan, esa
incurable locura que nos hace pasar por cuerdos si sabemos, finalmente, expresarla
como es debido. No siempre lo hacemos. Puede que, tanto Lucifer como Dios, sólo
sean dos ejercicios de estilo, dos formas de entender la vida, tan antagónicas
como complementarias, dos voluntades, dos inercias, dos maneras de conjugar el
universo y enfrentarse a la desgarradora tarea de reconstruir el mundo a la vez
que lo destruimos. Ya somos francamente buenos en ello porque, no en vano,
llevamos practicando desde el principio de los tiempos.
Nuestro pequeño infierno local lo gobierna, allá por el noveno
círculo mefítico, maléfico y satánico, la incombustible Francina Armengol, mientras sus socios en las labores pirotécnicas y
deconstructivas de la realidad, los nacionalistas de Més y los populistas de Podemos,
la mortifican y obligan, en fin, a ponerse circunspecta cuando se dirige a los
medios y finge que filosofa a vueltas con la coherencia y el “no es no” de los
ángeles caídos, abrasados, desterrados. Lo triste es que si el PSOE, en
diciembre de 2015, hubiera apoyado la investidura de Rajoy, ahora, además de los diputados perdidos por el camino, tendría
a un PP debilitado casi al final de una terrible legislatura en franca minoría.
Como no lo hizo así, y Armengol sigue aún sin querer hacerlo, no les va a
quedar otra que pasar, ellos, una larga temporada en el infierno. Esto me
recuerda a Rimbaud. Es fantástico.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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