el peaje
La Telaraña en El Mundo.
Mientras en Cataluña, el payaso Joel Joan salta a la fama y Carod-Rovira se venda los ojos con el “cata” blanco del Dalai Lama, aquí en Valencia, tantos años después, recupero los paisajes en los que empecé a ser otro. O quizás el mismo. Tengo mis dudas sobre el tema. ¿Por qué no tenerlas? Hay en la condición del lenguaje una curiosa mezcla entre el tiempo que avanza y la memoria que lo frena, sin éxito. Quizá voy en busca de esa colisión, de ese roce enfurecido. Estoy reconociendo la ciudad palmo a palmo, como en una sesión de quiromancia donde las líneas parecen una caricatura de Mariscal pero el gran nigromante es Santiago Calatrava. Sus estructuras plegables, aquellas inocentes puertas que abrió hace una eternidad en Basilea, ahora se han convertido en la pesadilla presupuestaria de una urbe que coquetea con la modernidad sin perder sus viejas costumbres. Al menos, algunas.
En el Palau de la Generalitat ondean la bandera española y la valenciana. En sus alrededores sobreviven calles doblemente rotuladas. Así la calle del Reloj Viejo, el carrer del Rellotge Vell y suma y sigue. Tanta normalidad fascina. Debería tomar nota Gabriel Bibiloni, pero eso es pedir demasiado. Hago un alto en el camino para contemplar la finca que se ha rehabilitado Calatrava en plena Plaza de la Virgen. Nada que ver con el “Bou” sobre las ruinas del Baluard. O sí. Afuera se ha agenciado un escudo heráldico –la vanidad cuelga de los arcos revueltos como de los arrabales de la aristocracia- y adentro, me dicen, unas vigas de madera tan antigua que todo son cábalas sobre su procedencia. Todo se andará, creo.
Mientras en Cataluña, el payaso Joel Joan salta a la fama y Carod-Rovira se venda los ojos con el “cata” blanco del Dalai Lama, aquí en Valencia, tantos años después, recupero los paisajes en los que empecé a ser otro. O quizás el mismo. Tengo mis dudas sobre el tema. ¿Por qué no tenerlas? Hay en la condición del lenguaje una curiosa mezcla entre el tiempo que avanza y la memoria que lo frena, sin éxito. Quizá voy en busca de esa colisión, de ese roce enfurecido. Estoy reconociendo la ciudad palmo a palmo, como en una sesión de quiromancia donde las líneas parecen una caricatura de Mariscal pero el gran nigromante es Santiago Calatrava. Sus estructuras plegables, aquellas inocentes puertas que abrió hace una eternidad en Basilea, ahora se han convertido en la pesadilla presupuestaria de una urbe que coquetea con la modernidad sin perder sus viejas costumbres. Al menos, algunas.
En el Palau de la Generalitat ondean la bandera española y la valenciana. En sus alrededores sobreviven calles doblemente rotuladas. Así la calle del Reloj Viejo, el carrer del Rellotge Vell y suma y sigue. Tanta normalidad fascina. Debería tomar nota Gabriel Bibiloni, pero eso es pedir demasiado. Hago un alto en el camino para contemplar la finca que se ha rehabilitado Calatrava en plena Plaza de la Virgen. Nada que ver con el “Bou” sobre las ruinas del Baluard. O sí. Afuera se ha agenciado un escudo heráldico –la vanidad cuelga de los arcos revueltos como de los arrabales de la aristocracia- y adentro, me dicen, unas vigas de madera tan antigua que todo son cábalas sobre su procedencia. Todo se andará, creo.
También quisiera darme una vuelta por Son Espases. Lo malo es que nunca me pilla en mitad de camino hacia alguna parte. Al Govern local le pasa exactamente lo contrario. Todos los caminos le conducen, muy a su pesar, a ese lugar de cruces y campanarios, de velas siempre encendidas a un dios muy menor y a una codicia desarbolada. Es sólo un peaje de la realidad. Otro más.
Etiquetas: Artículos
2 Comments:
Acláreme lo del dudoso aroma ambiental que desde aquí no percibo, a pesar de mi estimable hociquera :)
Te lo aclaré por email:-)
Saludos
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