nit de l´art
La Telaraña en El Mundo.
Algo similar, pero en mayúsculo, me pasó el año pasado en Madrid durante la celebración de la Noche Blanca. Sobran las comparaciones, pero no del todo, porque no hay que olvidar que fue Palma, hace ahora once años, la ciudad pionera en este tipo de actividades. Lo más grotesco eran las enormes colas de gente intentando entrar, ya de madrugada, en todos y cada uno de los museos abiertos. ¿Tiene su lógica lanzarse a devorar el inabarcable Museo del Prado de una sola tacada, por el simple hecho de que la entrada fuera gratuita? Menudo empacho. Con todo, debo reconocer que el enorme presupuesto desplegado y la particular idiosincrasia de la urbe acabaron obligándome, casi sin darme cuenta, a recorrer las grandes avenidas como si en cada esquina fuera a aparecérseme algún prodigio. Así fue.
Ignoro qué prodigios se les aparecieron anoche a ustedes. Los míos brotaron de la música callejera, de la danza anónima, de las ilusiones jóvenes de algunos artistas noveles que casi debutaban con -o contra- el público. Quizá por ellos mereciera la pena la noche.
Ayer fue la noche del arte. Podría hablarles de la brisa húmeda, del aroma litúrgico a Son Espases que perfumaba el ambiente, del gentío, de las caras amigas y hasta de sus sonrisas. La imaginación siempre da juego. Podría también hablarles de las galerías y museos que visité o de los cuadros que me sedujeron. Podría, pero no. No acabo de entender el arte -o mejor, su contemplación- sin unas mínimas dosis de intimidad y recogimiento. Será que me resulta imposible compaginar los canapés y el cava con las curvas siglo veinte de Botero. Será que pienso que visitar, de balde, el Baluard -por lo demás un excelente lugar para un civilizado botellón de alcurnia- es traicionar el sentido común y el buen gusto. Será que, en definitiva, no entiendo el surrealismo postconciliar de Nanda Ramon o que me importan muy poco las directrices orgánicas, estéticas y funambulescas, del director de Cultura, Pere Joan Martorell.
Algo similar, pero en mayúsculo, me pasó el año pasado en Madrid durante la celebración de la Noche Blanca. Sobran las comparaciones, pero no del todo, porque no hay que olvidar que fue Palma, hace ahora once años, la ciudad pionera en este tipo de actividades. Lo más grotesco eran las enormes colas de gente intentando entrar, ya de madrugada, en todos y cada uno de los museos abiertos. ¿Tiene su lógica lanzarse a devorar el inabarcable Museo del Prado de una sola tacada, por el simple hecho de que la entrada fuera gratuita? Menudo empacho. Con todo, debo reconocer que el enorme presupuesto desplegado y la particular idiosincrasia de la urbe acabaron obligándome, casi sin darme cuenta, a recorrer las grandes avenidas como si en cada esquina fuera a aparecérseme algún prodigio. Así fue.
Ignoro qué prodigios se les aparecieron anoche a ustedes. Los míos brotaron de la música callejera, de la danza anónima, de las ilusiones jóvenes de algunos artistas noveles que casi debutaban con -o contra- el público. Quizá por ellos mereciera la pena la noche.
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