chiquilicuatres
La Telaraña en El Mundo.
Me interesan las ideas, esos veneros donde el lenguaje se deshace y la realidad se transparenta y, al fin, las palabras y las cosas ocupan el mismo lugar sin estorbarse y hasta parecen hechas de substancias complementarias que no precisan de identidades, porque no hay nada que identificar y el misterio se reproduce sin más merma que nuestra incapacidad de entender sobre iluminaciones. Nos duele hasta rondar sus cercanías. Será por eso que las convertimos en ideales, que es una manera arrojadiza de anticipar mazmorras y verdugos y víctimas. Aquí el aliento de la intolerancia es su saldo de daños colaterales. Pueden preguntar a María San Gil, a Dolors Nadal, a Rosa Díez y a Fernández de la Vega, porque ellas han tenido, estos días, que vérselas con el fascismo en las universidades, en los mercados del saber, en las aulas que nos acompañarán, aunque no queramos, la vida entera.
Otro con problemas, aunque menores, es Javier Bardem. Dedicarle su Oscar a España no sale gratis en este país de viejos con la desmemoria afilada. Los nacionalistas ya le saltaron al cuello acusándole de españolista. Obviaré la sandez y pasaré a la anécdota. El flequillo del psicópata Anton Chigurh –Bardem- se parece tanto al de Antich que ya no asombra que la ceja de Zapatero se arquee hasta el imposible como si fuera un croquis de Calatrava. Empiezo a pensar que hay alguna conexión entre la falta de ideas y los éxitos en diseño.
Antiguamente, sólo un grupo reducido de filósofos, poetas o escritores, sin tiempo para nada que no fuera su trabajo, podían ser calificados como intelectuales. Ahora se ha extendido la rebaja de exigencias, la excelencia, y se ha ampliado la nómina convirtiéndola en un hatillo de cantantes y músicos, actores de teatro y cine, cocineros de emulsiones, astronautas, pintores, escultores y proyectistas de alianzas logarítmicas. Está claro que a la cultura oficial no le sobra ni un solo chiquilicuatre. Sólo falta ponerle una k –Chikilicuatre- y enviarle a Eurovisión.
Me interesan las ideas, esos veneros donde el lenguaje se deshace y la realidad se transparenta y, al fin, las palabras y las cosas ocupan el mismo lugar sin estorbarse y hasta parecen hechas de substancias complementarias que no precisan de identidades, porque no hay nada que identificar y el misterio se reproduce sin más merma que nuestra incapacidad de entender sobre iluminaciones. Nos duele hasta rondar sus cercanías. Será por eso que las convertimos en ideales, que es una manera arrojadiza de anticipar mazmorras y verdugos y víctimas. Aquí el aliento de la intolerancia es su saldo de daños colaterales. Pueden preguntar a María San Gil, a Dolors Nadal, a Rosa Díez y a Fernández de la Vega, porque ellas han tenido, estos días, que vérselas con el fascismo en las universidades, en los mercados del saber, en las aulas que nos acompañarán, aunque no queramos, la vida entera.
Otro con problemas, aunque menores, es Javier Bardem. Dedicarle su Oscar a España no sale gratis en este país de viejos con la desmemoria afilada. Los nacionalistas ya le saltaron al cuello acusándole de españolista. Obviaré la sandez y pasaré a la anécdota. El flequillo del psicópata Anton Chigurh –Bardem- se parece tanto al de Antich que ya no asombra que la ceja de Zapatero se arquee hasta el imposible como si fuera un croquis de Calatrava. Empiezo a pensar que hay alguna conexión entre la falta de ideas y los éxitos en diseño.
Antiguamente, sólo un grupo reducido de filósofos, poetas o escritores, sin tiempo para nada que no fuera su trabajo, podían ser calificados como intelectuales. Ahora se ha extendido la rebaja de exigencias, la excelencia, y se ha ampliado la nómina convirtiéndola en un hatillo de cantantes y músicos, actores de teatro y cine, cocineros de emulsiones, astronautas, pintores, escultores y proyectistas de alianzas logarítmicas. Está claro que a la cultura oficial no le sobra ni un solo chiquilicuatre. Sólo falta ponerle una k –Chikilicuatre- y enviarle a Eurovisión.
Etiquetas: Artículos
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