coleccionista de lo ajeno
La Telaraña en El Mundo.
Nunca he coleccionado otra cosa que proyectos, constelaciones de ideas buscando su propio orden en el caos definitivo, deseos como fulgores o latigazos de dolor y placer, instintos como pruebas bastardas -pero humanas- de una demolición diaria, fracasos o éxitos intermitentes y sucesivos, recuerdos mutilados y remolinos de papeles con la tinta desleída por el paso del tiempo y el óxido de la decrepitud. Quiero decir, pues, que nunca he coleccionado nada que merezca la osadía de ser expuesto, que convoque muros y torres, que desafíe aljibes, que penetre en la piedra y rompa el paisaje. Mi colección no necesita de la guarida de un Museo o de la red subterránea de una Fundación porque le sobra con el calor curioso de una sola mano extendida, la mía.
No le sucede lo mismo a Pedro Serra. Hace cinco años las autoridades –todas ellas- le brindaron Es Baluard, un fortín donde cobijar sus naipes, un cónclave medieval donde invocar el culto a la personalidad, un patio donde desplegar sus armas, una colmena donde anidar su orgullo. Perpetuar su estigma.
Ahora quiere llevarse sus obras donde más le paguen. Hace bien. Ya lo intuíamos desde su notoria ausencia en la inauguración de Anselm Kiefer. Es lo que tiene coleccionar cosas ajenas. Que aunque pueda esgrimirse su propiedad física, su espíritu nunca acaba siendo, ni por asomo, de uno. Y eso debe de doler bastante. ¿Duele? Pues mala suerte.
Nunca he coleccionado otra cosa que proyectos, constelaciones de ideas buscando su propio orden en el caos definitivo, deseos como fulgores o latigazos de dolor y placer, instintos como pruebas bastardas -pero humanas- de una demolición diaria, fracasos o éxitos intermitentes y sucesivos, recuerdos mutilados y remolinos de papeles con la tinta desleída por el paso del tiempo y el óxido de la decrepitud. Quiero decir, pues, que nunca he coleccionado nada que merezca la osadía de ser expuesto, que convoque muros y torres, que desafíe aljibes, que penetre en la piedra y rompa el paisaje. Mi colección no necesita de la guarida de un Museo o de la red subterránea de una Fundación porque le sobra con el calor curioso de una sola mano extendida, la mía.
No le sucede lo mismo a Pedro Serra. Hace cinco años las autoridades –todas ellas- le brindaron Es Baluard, un fortín donde cobijar sus naipes, un cónclave medieval donde invocar el culto a la personalidad, un patio donde desplegar sus armas, una colmena donde anidar su orgullo. Perpetuar su estigma.
Ahora quiere llevarse sus obras donde más le paguen. Hace bien. Ya lo intuíamos desde su notoria ausencia en la inauguración de Anselm Kiefer. Es lo que tiene coleccionar cosas ajenas. Que aunque pueda esgrimirse su propiedad física, su espíritu nunca acaba siendo, ni por asomo, de uno. Y eso debe de doler bastante. ¿Duele? Pues mala suerte.
Etiquetas: Artículos
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