las tragaperras de la dignidad
La respuesta a la pregunta del debate en El Mundo: ¿Cree, como ha pedido UPyD, que todos los políticos imputados por casos de corrupción deben dimitir?
No. Manejar, invertir y hasta distraer -si procede- dinero público en la revoltosa y chispeante ruleta rusa del poder político, económico e institucional -aquí valen por igual todas las metáforas sin que ninguna se nos aparezca como única ni autosuficiente- tiene su punto, devoto o no, de levitación y vértigo transitorios, su perfil de actividad de riesgo cierto y extremo, su cariz excitante de emoción lúdica, conceptual y transgresora, su vaivén ácido y caótico de ética y estética entremezcladas como en un cóctel, no se sabe si espirituoso o explosivo, su contrapunto final, inevitable, de que tanta algarabía acaba convirtiéndose, siempre, en un ejercicio de estilo no apto para todos los paladares.
Chapotear en el barro puede ser, sin duda, vistoso y divertido, pero también bastante sucio, con los grumos a borbotones del lodo dejándolo todo perdido, chisporroteando informes -y sentencias, dictámenes, connivencias, la rapsodia de los tránsfugas, la esmerada selección fotográfica de las víctimas o la inmunidad de los célebres verdugos encapuchados- por doquier. Ante los ojos de todos. En sus narices. En las nuestras.
Pero la vida es una completa imputación en sí misma -por decirlo de un modo suave y fonéticamente ambiguo-, una partida de póker entre tahúres a la que jugamos sin conocer las reglas y sin disponer de las fichas reglamentarias. El juego nos juega: las fichas somos nosotros. Nosotros somos el premio y también el castigo. El fin último y el principio. La banca y, cómo no, la bancarrota. Hubo una vez -o eso dicen- un crupier por alguna parte, pero se marchó y ya nadie lo recuerda. Igual se cambió de bando y está jugando, ahora, a nuestro lado. El juego es un tragaperras de la dignidad. Pura retórica. O el juego es el juego. Y esto es la guerra.
Por eso UPyD tiene, como casi siempre, la razón cuando pide que los imputados dimitan de sus cargos públicos, cesen de sus prebendas y tomen el asendereado camino de los elefantes cuando les llega la hora crepuscular y violácea del último viaje político. Tiene razón y no la tiene. Mejor que dimita antes el director del casino y quién ordenó su construcción y quiénes posibilitan que el maldito tinglado aún se tenga en pie. Para construir hay que demoler primero. Y hacerlo a fondo. Hasta que las ruinas se conviertan en cimientos. Y la existencia de los tahúres deje de tener sentido.
No. Manejar, invertir y hasta distraer -si procede- dinero público en la revoltosa y chispeante ruleta rusa del poder político, económico e institucional -aquí valen por igual todas las metáforas sin que ninguna se nos aparezca como única ni autosuficiente- tiene su punto, devoto o no, de levitación y vértigo transitorios, su perfil de actividad de riesgo cierto y extremo, su cariz excitante de emoción lúdica, conceptual y transgresora, su vaivén ácido y caótico de ética y estética entremezcladas como en un cóctel, no se sabe si espirituoso o explosivo, su contrapunto final, inevitable, de que tanta algarabía acaba convirtiéndose, siempre, en un ejercicio de estilo no apto para todos los paladares.
Chapotear en el barro puede ser, sin duda, vistoso y divertido, pero también bastante sucio, con los grumos a borbotones del lodo dejándolo todo perdido, chisporroteando informes -y sentencias, dictámenes, connivencias, la rapsodia de los tránsfugas, la esmerada selección fotográfica de las víctimas o la inmunidad de los célebres verdugos encapuchados- por doquier. Ante los ojos de todos. En sus narices. En las nuestras.
Pero la vida es una completa imputación en sí misma -por decirlo de un modo suave y fonéticamente ambiguo-, una partida de póker entre tahúres a la que jugamos sin conocer las reglas y sin disponer de las fichas reglamentarias. El juego nos juega: las fichas somos nosotros. Nosotros somos el premio y también el castigo. El fin último y el principio. La banca y, cómo no, la bancarrota. Hubo una vez -o eso dicen- un crupier por alguna parte, pero se marchó y ya nadie lo recuerda. Igual se cambió de bando y está jugando, ahora, a nuestro lado. El juego es un tragaperras de la dignidad. Pura retórica. O el juego es el juego. Y esto es la guerra.
Por eso UPyD tiene, como casi siempre, la razón cuando pide que los imputados dimitan de sus cargos públicos, cesen de sus prebendas y tomen el asendereado camino de los elefantes cuando les llega la hora crepuscular y violácea del último viaje político. Tiene razón y no la tiene. Mejor que dimita antes el director del casino y quién ordenó su construcción y quiénes posibilitan que el maldito tinglado aún se tenga en pie. Para construir hay que demoler primero. Y hacerlo a fondo. Hasta que las ruinas se conviertan en cimientos. Y la existencia de los tahúres deje de tener sentido.
Etiquetas: Artículos
3 Comments:
¡Coño! Esto es un golpe bajo:
"Mejor que dimita antes el director del casino y quién ordenó su construcción y quiénes posibilitan que el maldito tinglado aún se tenga en pie."
¡No me lo esperaba de ti!
XDDDDDD Te prometo que cuando lo escribí me acordé de tu Tinglado (pero no es el mismo tinglado:-)
Un abrazo!
... ya lo sabía, ya lo sabía!!!
:-))))))))))))))))))))))
pd. órdago con la suegra esta noche. Ella triunfante. El tinglado al carajo. Se admiten estancias de acogida por semanas o meses
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