Con Justo Serna, Javier Jover y un montón de amigos en La Casa del Libro...
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Lo que dije (o mejor, lo que tenía pensado decir pero que luego amplié, porque la ocasión bien que se lo merecía)
Antes que nada os quiero dar las gracias. A todos. A Justo Serna, a Javier Jover y a todos los presentes. Vuestra presencia es la que da sentido a este acto, más allá de que podamos –o no- convertirlo en una celebración litúrgica, una misa negra, una invocación de espectros, una farsa, una enriquecedora tertulia o en la siempre prescindible presentación de un poemario. En lo que sea.
Lo segundo, quizá, es responder a la pregunta que muchos, estoy seguro, se están haciendo: qué hace un mallorquín en Valencia presentando su libro en vez de hacerlo, como parecería lógico, en Palma. Echarle toda la culpa a la diligencia y generosidad de Justo Serna no sería exacto, aunque sí, desde luego, cierto. Cada vez que regreso a Valencia sé que recupero parte de mi biografía, la de unos años universitarios que pasaron muy rápidos y jóvenes. Unos años que, a fin de cuentas, no sé si fueron, fértiles o funestos; unos siete u ocho años vividos a una velocidad tan desmesurada que todavía hoy, ahora, no he sido capaz de digerirlos del todo. Por eso vuelvo, para ver si consigo retomar el pulso a esos días de fuego, vértigo y biografía. Les contaré medio secreto: Aquí empecé un poema que todavía no he concluido...
Bien, como algunos de ustedes ya saben, es cierto que no me gusta nada hablar sobre lo que escribo. Por eso lo escribo, me digo siempre, añadiendo que no puede haber nada más silencioso que una cuartilla de papel. ¿Silenciosa la cuartilla de papel? Pues no lo sé con certeza. Quizá una de las trampas más (indigestas y) pesadas de la literatura sea tener que insistir, una y mil veces, en reinterpretar lo que ya es, en sí mismo, pura (y simple o compleja) interpretación. Viene a ser algo así como realizarle la autopsia al cadáver de la realidad y no conformarse con su visión -la visión en movimiento de su descomposición, ese estado transitorio en el que vivimos (¡que eso es la vida y no deberíamos de olvidarlo!) sino que parecemos sentirnos obligados a recrearnos en ella (la visión de la vida, de la obra o del cadáver) como si no fuera definitiva. Lo es.
Nos empeñamos, pues, en simular que el bisturí podrá encontrar otras vías donde abrir otros canales y escarbar en ellos y seguir escarbando, hasta dar con el hueso de las cosas, y conseguir entonces, al fin, que el hueso de las cosas (o la médula de los días), desafine y chirríe ante nosotros como nosotros también desafinamos en su interior, habitándolo como vulgares inquilinos con cédula de propietarios, usurpándolo, pervirtiéndolo, dándole, así, sentido (eso decimos y hasta, quizá, después de pensarlo mucho y de pensarlo bien... pensamos cosas muy curiosas y divertidas).
¿Qué significará, al cabo, dar sentido a lo que, lo tenga o no, no lo necesita? Porque no parece que la realidad necesite de algún sentido en sí misma... salvo en nosotros. Entonces sí. Sucede, entonces, que es nuestra propia debilidad la que queda, aquí, ahí y en todas partes y siempre, reflejada y puesta en evidencia. Quizá nos duela admitir que somos seres inacabados incapaces de aceptar (o asumir) que algo pueda ser, simplemente, lo que es, sin los problemas de otredad que tanto adornan nuestro espíritu y que tanto, a su vez, nos exilian del mundo.
Ese exilio es el lenguaje, por supuesto. Me refiero al territorio de todos y de nadie, ese paisaje en llamas, al que llamamos lenguaje (sí, lenguaje… y además lo utilizamos con la intención de ordenar el caos, el caos que, pese a nuestros esfuerzos, siempre nos sobrevive, porque a fin de cuentas, nuestra vida no da para tanto, sino para casi nada).
Ahora podría hablar del oxímoron y hasta parodiarlo con alguna que otra pirueta verbal. Deshacer el camino en sentido contrario. Volver al punto de partida y decir entonces con tono triunfal: aquí todo comienza de nuevo. Pero no será así, porque no hay camino que desandar. Se deshace solo mientras creemos hacerlo... caminando. Esta aseveración debe de ser cierta porque no podemos verificarla. No queremos quedar petrificados como la mujer de Lot (cuyo nombre no sé y las Escrituras, creo, no citan)
Llegamos, pues, a las cosas sin nombre, de las que se supone que trata este Tratado poético e irónico, este entramado de voces y versos donde resulta imposible perderse porque no se trata de ir a ninguna parte, sino, tan sólo -¡tan sólo!- de disfrutar del viaje.
El viaje. No hay viaje sin guía ni plano. Aquí el guía sólo sabe que el plano está incompleto, que le faltan coordenadas y le sobran adjetivos. Nos adentramos, pues, elípticamente, en una elipsis. Qué gran lugar para ir, sin embargo, descubriendo cosas. ¿Qué otra cosa podría desear un poeta? Y mucho más un poeta elíptico, como yo. Esto es Jauja.
Creo que mi poesía, formalmente, reproduce la realidad. Imita su complejidad o su sencillez, reproduce sus formas, a veces voluptuosas, tenues, oblicuas o vacías. Y es posible, quizá, que tras esa voluntad de imitación se disfrace el afán de búsqueda y conocimiento. (Puede ser, pero no estoy seguro) Sólo estoy seguro de que la imita porque no la entiende, porque la sabe desconocida y quiere -necesita- comprenderla, disolverse en ella, esconderse en ella y palparla desde dentro, para ser como ella, para ser ella misma, ser ella sabiendo que eso le resulta, literalmente, imposible. La imitación se convierte, pues, en una parodia. Mi poesía parodia la realidad. ¿Esa parodia puede acabar convirtiéndose en una tragedia? No, para nada. En absoluto.
Aquí (señalo y alzo el libro) no hay lamentación ni condena alguna. Sólo hay un paisaje -a ratos desolado pero siempre familiar- donde todo lo que acontece, acontece en el interior mismo de la existencia. No hay lugar para -ni nostalgia de- todo aquello que ocupa y preocupa a los que Nietzsche llamó «los alucinados del trasmundo». En definitiva, todos y cada uno de nosotros en algún que otro, supongo, buen o mal momento de nuestra existencia.
En el epílogo del «Tratado de las cosas sin nombre» lo explico, aunque sea de otra manera. Escribí ahí, más o menos:
Este libro –ya abandonada la mitad estadística de la vida pero no, nunca, la mitad alegórica del camino, ese indescifrable lugar poético- culmina los que le precedieron para, sin agotarlos del todo, intentar rebuscar la soledad a través del tumulto, el silencio en la algarabía, el conocimiento en la incomunicación más absoluta. La realidad como origen y, también, como único objetivo poético posible me ha dejado, a solas, atravesando las irregulares dunas de estos versos, en la comprometida impostura médica de tomarle el pulso al presunto paciente. Su diagnóstico o su curación –ambas circunstancias, por igual- quedan fuera de mis intenciones. Sólo me importa su lenguaje, su modo de latir, su ritmo, su palabra intermitente, la prueba neutra y desinteresada –tal vez, contra natura- de su existencia.
Postdata1. Después vino la tertulia. El ir y venir entre unos y otros, entre todos. Algo que ahora no puedo explicar pero que no olvidaré nunca. Tampoco la gentileza de Loren Nunez y la magnífica organización de la Casa del libro de Valencia.
Postdata2. En Los Archivos de Justo Serna tenéis cumplida opinión crítica, literaria y hasta social del acto.
Etiquetas: Creación, Fotos, Literatura
4 Comments:
Gracias, Juan, por darnos una poesía que conmueve.
Gracias ti, Justo, porque si hay que, de verdad, conmueve es tu indecible generosidad. Un abrazo!
Juan, enhorabuena por este libro.
Y es que sólo el título, pues ya se sale.
Tengo muchas ganas de leerlo, tío.
Oye, tú te has quedado tipo figurín mondadientes de mattel. ¿Qué coño has hecho? ¿La dieta de la mini alcachofa?
Beeeso!
Hola, Enriqueta! La de la ensalada y el caballero andante;-)
Espero que en unos días llegue a Palma... Abrazos!
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