La hora de los 666
La respuesta al debate del sábado en El Mundo: ¿Cree que el Lluís Sitjar vale 33 millones de euros, como postula el Mallorca?
Sí. Confiar en el ojo clínico de las autoridades a la hora de valorar terrenos -ya sean públicos, aunque con pelotazo inmobiliario incluido, o privados, pero con una más que urgente plusvalía electoral- constituye una actividad de alto riesgo, una exhibición integrista, suicida y demencial de fe que, a estas alturas tan prosaicas de la hecatombe, nos resulta del todo imposible. Qué va. Ni en sueños.
Así pues, si Cort ofrece diecinueve millones de euros por el antiguo Lluís Sitjar es que el solar -actualmente un oasis de mendigos, dipsómanos, roedores, basuras y excrementos flotando, intangibles, mefíticos pero serenos, en el magma etéreo de la memoria colectiva, en el eco ancestral de tantos goles marcados al destino, de tantos pases al hueco irreal del vacío, de tantos penaltis errados, de tantos ascensos con sus sucesivas pérdidas de categoría, de tantas, en fin, infumables humaredas de habanos en boca de presidentes inútiles y palcos advenedizos, como ingentes (oh, sí, y gloriosas y épicas) gestas deportivas- vale mucho más que esa ridícula propina para tiempos de crisis; vale, como mínimo, los treinta y tres millones -cifra con resonancias bíblicas pero también médicas: diga 33 y respire hondo, si puede- que piden sus 666 propietarios, con el Real Mallorca a la cabeza.
Pero esta última cifra nos abre los ojos a la realidad y al Apocalipsis, a la revelación de la Bestia de mirada ígnea y furor uterino -como poco- que albergan todas y cada una de nuestras Administraciones. Digo nuestras, pero son de otros y acaso de nadie, de alguna superestructura cosmogónica, de alguna infame condena cuyo juicio olvidamos hace tiempo y de la que somos, tan sólo, sus actuales reos, sus inquilinos de turno, sus deudores a tumba abierta sin más aval que el del pataleo o el ruido. Habría que hacer algo, me digo, cuando veo recortados mis derechos día a día, agredida mi intimidad, saqueada, de continuo, mi ya de por sí ligera alforja de ilusiones. Habría que hacer algo, me digo, mientras dejo que mi sonrisa acaricie, una vez y otra, el paisaje, como si viajara en una alfombra volátil y allá abajo crepitase el infierno. No es así, pero qué importa. Sea como fuere -y lo que hagamos- el mundo seguirá siendo irrepetible y la vida una experiencia única. Aunque eso sí, a veces, se parezca a una estafa y acabe, siempre, siendo un desahucio. Incluso en Navidad.
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