LA TELARAÑA: Extraños en un tren

sábado, mayo 21

Extraños en un tren

La respuesta al debate de los sábados en El Mundo: ¿Cree que es razonable el impacto ambiental de las obras del tren de Artà?

Sí. Un tren vacío es una magnífica metáfora de la desolación, pero también lo es de la búsqueda, del viaje individual que no acaba nunca de llegar a buen puerto y que, quizá por ello, revisita los andenes de la realidad tan sólo para confirmar que está siempre de paso y que muy poco importa que no haya nadie esperándonos en ninguna parte. Siempre vuelven a vociferar las alarmas y a sonar los silbatos y el tren reemprende la marcha y la distancia es una espesa capa de niebla o plomo entre ciudades invisibles y quizá irreales, meras líneas trazadas -con el bisturí del dinero público, por supuesto- en un mapa ilusorio de sueños y tesoros escondidos sin más paisaje final visible que las ásperas vías del metal arando los territorios desiertos, el erial baldío donde nada florece salvo la memoria herida e insomne, finalmente arrasada, de nuestras biografías.
Algo así viví hace siglos en un viaje entre algún suburbio de París y la estación de Barcelona, con destino último en Valencia. Un alud de legionarios -en realidad de milicianos asustados- me acompañaba y también varias chicas jóvenes y algún que otro vendedor de muestrarios de humo y aún más, y sobre todo, y vaya si lo recuerdo, un sargento ebrio de luces y sombras y de armas, que casi me ametralla el alma con su histriónica nostalgia y sus soeces historias de la puta mili. Pero esos trenes iban abarrotados. De sudor y miedo, de ilusiones. De extraños. Quizá transportaban cartas de enamorados que nunca lograron volver a encontrarse. Amores rotos o desleídos. Amores imposibles. Quizá por eso levantaban a su paso nubes densas de polvo y, al rato, llovía lodo -si no sangre- en toda España. Todavía sigue lloviendo y a cántaros.
Pero el tren del Govern es otra cosa. No transporta cartas ni ilusiones. Sólo une Manacor y Artà, que no es poco, y auscultando a fondo ese terreno acabamos convencidos de la infinita bondad del trayecto. Y si no hay turistas suficientes, mala suerte. Paciencia. Siempre podrán utilizarlo la Obra Cultural Balear y sus milicias de la lengua para ir de aquí para allá, por entre los taludes de sus acampadas gloriosas en tierra propia o en tierra común o qué sé yo dónde. Gastarse 150 millones de euros, dejar el ecosistema tiritando y abocarse a un futuro de eternos números rojos queda, pues, plenamente justificado. Por sostenible y por patriótico. Y por surrealista, claro.

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