Munar, ante el espejo
La respuesta al debate de los sábados en El Mundo: ¿Cree que Munar miente al decir que no sabía nada del dinero negro de UM?
No. Pero antes de
dejarme llevar por el simulacro de la mala leche o por el espejismo gore de la casquería conceptual, lo
mejor, siempre, es saber situarse, reconocer el lugar que se ocupa y rendir
homenaje a los que nos precedieron. En mi caso, a Joan Pericás, por supuesto. Cuando la enfermedad le obligó a dejar
su trabajo en la UIB, él mismo se obligó, también, a dejar esta sección. Cosas
de la ética, el rigor y la decencia personal de uno de los mejores polemistas
que tuvieron estas islas. Fue entonces cuando me pidieron que ocupara su lugar
y entablara con Gaspar Sabater este
pugilato nuestro de cada sábado. No sé si mi homenaje llega tarde, pero, al
menos, llega casi al mismo tiempo que el que le oficiará la UIB el próximo
lunes, día 4, a las 12 horas en los jardines del edificio Guillem Colom
Casasnovas. No dejen de asistir, si pueden.
Pero dejemos a la
gente decente con su justa paz y concentrémonos en la indecencia que ronda
nuestra política desde hace tantos lustros que ya ni nos rasgamos las
vestiduras con su mugre perpetua y sus muescas de mala sombra. Se me pregunta
si Munar sabía o no sobre dinero
negro y voy y digo que no, porque me place. Qué va a saber esa señora del color
del dinero, si en su vida vio otra cosa que fajos de billetes yendo y viniendo
en ese juego del «Monopoly» que creyó que era la vida. Un tablero, unas fichas y
a echarse unas risas con nuestro sudor y trabajo, con nuestro triste deambular
a su antojo. ¿Dinero negro? ¡Eso es lo de menos! Sólo fuimos sus marionetas en
una casa de muñecas, en una conspiración global por dominarnos, como si en un
juego estúpido de roles y mazmorras. De brujas y Blancanieves. El terror gótico ante la secta piramidal y su tercer
ojo, el ojo bisagra, el ojo sin más parche que la codicia y la extorsión, el
ojo del poder ubicuo. El ojo, en fin, de nuestro culo.
Y además, de qué
Munar hablamos. Porque la sombra que se pasea estos días por los juzgados muy
poco tiene ya que ver con la Munar de antaño. ¿Dónde queda su mirada altiva,
sus dedos repletos de joyas, dónde sus visones, sus túnicas de marca, sus
peinados medievales, dónde su glamur, su desdén, su implacable gracia de madre,
esposa e hija de todos los dioses? Esa Munar ya no existe. Ahora viste de presidiaria
y en su mirada sólo habita la incredulidad letal de saberse, al fin, humana.
Pues ya era hora.
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