LA TELARAÑA

jueves, julio 3



---aviso: falta la poda y luego la metamorfosis, que ya saldrá en Luke.


Estoy en la ciudad. Aquí los portales encierran patios donde desembocan angostos laberintos con encrucijadas repletas de inscripciones ilegibles: quizá sean el plano perdido de la memoria o algo mucho más sencillo, el pozo de agua oscura pero cristalina donde yace, acuñado en su lengua original, el tesoro de los nombres.

Mientras tanto, las arterias exteriores vuelcan su savia por las alcantarillas como si fueran árboles desangrándose y una membrana finísima –de aspecto frágil, pero flexible y, dicen, que muy próxima a la locura- nos une a las palabras como a las cosas.

Lo sé. Deambulamos sobre los andamios con la pesada obsesión del equilibrio, del equilibrio pese a todo, el lastre con vistas del vértigo, la falta de mejores perspectivas que las del vacío, la ensoñación previa al abatimiento, la dilatación del tiempo en la sien palpitante, el antiguo ardid de las paradojas, la lente gruesa que deforma las distancias y nos las devuelve vestidas con la polvareda densa de todos los espejismos, el lujo de nombrar el mundo –ahora con este nombre, después con otro- como si fuéramos, al menos en parte, reales y nuestra carga tuviera, no sólo peaje, sino también algún destino. Lo tiene o no lo tiene.

No es la hora, todavía, de las conclusiones. Soy sólo la sombra que siempre tiembla cuando la imaginas. Estoy donde llueve, afuera y adentro. En el andén donde principian y concluyen todos los viajes, en la estación central de un cementerio submarino donde sólo existen el reposo, la vigilia y, acaso, la tensión de los sueños, el rumor de un movimiento imperceptible -aplacado por la gravedad, la inercia y la fatiga, la lenta realidad de la obra en marcha- que converge en nosotros y nos convierte, uno a uno, en piedra de río, hielo de glaciar, raíz aérea y, finalmente, en nada.

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