LA TELARAÑA: Una temporada en el infierno

sábado, diciembre 4

Una temporada en el infierno

La respuesta al desbate de los sábados en El Mundo: ¿Cree que los resultados de las elecciones catalanas son extrapolables a Baleares en contra de lo que opina Antich?


Sí. La verdad es que a la ciudadanía, que no es un ente abstracto ni una ecuación matemática, sino un cuerpo vivo que sólo ansía que le despejen algunas incógnitas, cuantas más mejor, no le suele importar en exceso lo que haga o deje de hacer el gobierno de turno. Se acepta que los gobiernos son muy humanos –pero no demasiado humanos, por desgracia- y que se equivocan muy a menudo o que, incluso, casi por sorpresa, aciertan, de vez en cuando. Pero no mucho. Ni siempre. Tampoco importa si las promesas electorales de una estancia en el paraíso se convierten, luego, en una temporada en el infierno, en una danza tribal con el lodo hasta las rodillas, o más arriba. Todo eso se da ya por sobreentendido y hasta se disculpa, aunque sea con ironía y a desgana, porque todos reconocemos el valor simbólico de la farsa, el brillo de las candilejas, el aquelarre teatral y económico de la política, la levedad de la condición humana, su precario equilibrio, sus magníficas miserias. Hay que ver cuánto pesan.

Lo único, sin embargo, que no puede tolerar la ciudadanía es que le molesten, que le estorben, que le usen a destajo para unos caprichos que no entiende, que le avasallen con leyes y normas absurdas, que le cierren con candados su propia libertad personal, que le pongan una mordaza lingüística, que le normalicen o desprecien. Que le alteren la vida diaria sin pudor ni vergüenza algunas. Eso es lo que no perdona nadie. Y luego, en las urnas, pasa lo que pasa. Lo que pasó en Cataluña y pasará aquí. O eso creo.

Ya puede Antich –está en su derecho, supongo- desmarcarse de una experiencia tan perversa, fracaso social incluido, como la del Tripartito. Puede negar los paralelismos y similitudes. De hecho, diga lo que diga, la realidad ya se encarga de mostrar su cara y perfil exactos. Aquí no tenemos, es cierto, un nacionalismo tan poderoso como el catalán. Las huestes locales son, tan sólo, un apéndice de las hordas lingüísticas del más allá -como la OCB y sus falanges-, un grupo de ingenuos algo desorientados –como Llauger o mi reciente seguidor en Twitter, y viceversa, Biel Barceló- o una piña de fariseos, con más usura y soberbia –aquí la bisagra es bisutería de lujo- que otra cosa. Con semejante compañía, llamar Govern –o Consell o Ajuntament- a lo que preside Antich –o Armengol o Calvo- sólo puede entenderse como una pesada broma. O una despedida.

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