Desnudos, pero con calcetines y zapatos. Así es como entran
los visitantes de la exposición «Nude Men» en el Leopold Museum de Viena.
Entran, pues, igual que salen, aunque en el intermedio es de suponer que puedan
medir las pulsaciones de su desnudez física frente a la quieta desnudez del
arte, de la pose ante la cámara o la paleta del artista. Ante la piedra que un
día fue mole y, ahora, exacta geometría de curvas y pasiones.
No sé si celebrar este desembarco del nudismo en el arte,
porque no acabo de creerme que un museo pueda llegar a parecerse a una playa
virgen en los arrabales del paraíso. Pero igual yerro. Y si hay museos, aunque
se hagan llamar baluartes, que sólo son solares arrasados por la negligencia
pública y privada, puede que existan esos otros museos donde el nudismo, como
cualquier otra ideología más o menos rupestre, acabe retozando como en casa.
Cómo no.
Cosas más raras parecen gustarnos. Perder el tiempo con los
requiebros del debate del Estado de la Nación, por ejemplo. Ahí sí que quisiera
ver yo a sus señorías, en pelota picada, discutiendo sobre si ya asoman los
lujuriosos michelines o si, tan sólo, las tercas costillas del hambre. Hay que
ver lo difícil que resulta interpretar un desnudo. Pues sí.
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