La gripe, con sus horas lentas y casi que muertas, pero no
vacías, es quizá el mejor de los pretextos para reconcentrarse en las cosas que
de verdad importan y no en las simples anécdotas. En los asuntos que nos
dejaron algún que otro miedo o resquemor, alguna huella dolorosa y, acaso,
imborrable.
Así, el pasado 23-F, por ejemplo, y entre pañuelos,
antimucolíticos y antipiréticos, preferí revisar todo el material gráfico que pude
encontrar del lamentable episodio que protagonizara Antonio Tejero (junto a sus cómplices en la sombra, algunos aún sin
desvelar) en el Congreso de los Diputados de hace ya treinta y dos años, que
ocuparme un sólo instante del paradójico alboroto antimonárquico o republicano
(y nacionalista e indignado y no sé cuántas otras cosas más, a juzgar por la
sopa de siglas de las entidades convocantes) en los aledaños de los juzgados de
Vía Alemania.
No es que Urdangarin
haya dejado de interesarme. No es eso; es que me parece ridículo darle más
importancia de la que tiene y usarlo como símbolo de una lucha que no es, por
supuesto, la nuestra. Por cierto, con lo contagiosa que parece ser la
estupidez, no quiero ni pensar en lo que podría haber sucedido si en aquellos días
de golpismo cutre y soez hubieran existido las redes sociales y los teléfonos móviles
de ahora. Igual no estaríamos aquí para contarlo.
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