¿Eso que se adivina más allá del último confín es aún la
vida? Con esta pregunta, sin más respuesta que un silente parpadeo, acaba el
poemario «Entreguerras» de J. M. Caballero
Bonald, acaso el penúltimo libro que tuve el humor de comprarme y que he
tenido, en fin, que rescatar de entre el desorden y el polvo de la mesa en la
que escribo y leo, en la que barrunto estas líneas y borro otras, como si sólo
así, a base de acometidas y mutilaciones, uno pudiera librarse de sí mismo y
ser otro o no serlo. ¿Quiénes somos? Ah, la vieja retórica de palparse,
repetida y obsesivamente, para acabar ignorando qué diferencia la realidad de
la ficción. La economía. Los hackers. El virtual agujero negro de cada día.
Pero hoy ando de estreno, aunque no sepa muy bien si es por
desahucio (de la razón, claro) o realojamiento. Tampoco importa mucho, porque
las palabras se me agolpan en esta esquina igual que en las columnas verticales
de hasta anteayer mismo. Sólo queda, si es que algo ha de quedar, la voz y, tal
vez, su resonancia. El eco, ese temblor del que ignoramos tanto su origen como
su desenlace.
Nos queda, eso también, la vocación de no encadenarnos
aunque otros vuelvan a convocar viejas cadenas, dicen que humanas, por una
lengua que se les va oxidando a pasos agigantados de tanto pasearla por la
asfixia de los pasillos de una mazmorra inhabitable. Vale. Aceptamos no poder
elegir, por desgracia, el lugar exacto en que vivimos, pero no que nos impidan hacerlo
como nos dé la gana. O como nos dicte la conciencia. Faltaría más.
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