A veces pasa que la muerte -que suele ser anónima y obrar
como si al descuido y en el más sepulcral de los silencios- viene con rachas
sonoras de gente más o menos admirada y, entonces, parecen no bastar las
ceremoniosas esquelas en blanco y negro de la prensa y se multiplican las
necrológicas y uno se hace cruces, en fin, preguntándose si es el azar o el
ritmo biológico de la existencia el que se amotina sólo por capricho o para que
le prestemos la atención debida.
Eso hacemos, mientras archivamos algunos recuerdos (quizá
robados de alguna entrada que escribimos en la Wikipedia, de la colección de
películas que guardamos y que nunca vimos ni veremos o de los libros que ya no
rescataremos de entre las ruinas de nuestra biblioteca de Alejandría) y
decidimos olvidarlos -o no- para siempre.
Estoy pensando, claro, en Margaret Thatcher, Sara
Montiel y José Luis Sampedro.
Tan distintos y, ahora, tan iguales. O no. Pero iré contracorriente. Quien
menos me interesó en vida es, sin embargo, quien hoy más me fascina. Una vez
hablé con Sara Montiel, mientras alguien cantaba línea o, quizá, bingo, y yo le
susurraba sobre la suerte y ella me miraba con los ojos grandes y abiertos,
hermosísimos, de la incredulidad o la indiferencia.
Etiquetas: Artículos
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