De repente, todo se reduce a una gestión comercial de
marcas. Así, primero, el ministro Margallo
afirmó que la imputación de la Infanta Cristina
era perjudicial para la marca «España» y, luego, nuestro ínclito Rafael Bosch, añadió, suponemos que en
un aparte urgente en sus labores simultáneas de pirómano y bombero lingüístico,
que tampoco beneficiaba a la marca «Baleares». Dos marcas, pues, parecen
derrumbársenos al unísono sin que sepamos si su cotización ya era como para
echarse a temblar, a reír o a llorar. Pero casi que preferimos seguir sin
saberlo.
Ambas frases, redundantes, nos demuestran que la valoración
de las cosas es sólo una forma de hablar y que lo que importa es empaquetar la
realidad -el Estado, la Monarquía, el escrache diario de los políticos y las
Autonomías- para vendernos su piel y no su contenido. Nadie le hace ascos a
ningún regalo si la marca reluce y el escaparate aún se tiene en pie. Qué
menos.
Tengo dudas, sin embargo, de a qué marca conciernen las
otras muchas imputaciones sucedidas en los últimos tiempos. ¿Perjudicaron sólo
a Baleares las de Munar o Matas? ¿Nos atañen sólo a nosotros la
de Joana Lluïsa Mascaró y su pléyade
virtual de senderistas catalanes? No lo tengo muy claro, porque todos los
caminos conducen a Roma y bastantes problemas tiene ya el Papa Francisco con los que tiene. Seguro.
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