Con los años uno empieza a
saborear en primera persona -es decir, en su cuerpo- los avances de la ciencia.
O de las ciencias que, además de avanzar una barbaridad, nos convierten, a la
vez, en émulos renqueantes de los hombres biónicos de la literatura de ficción
y en esclavos, quizá no declarados, de una serie de prótesis mecánicas,
tecnológicas y químicas, de cuyo mantenimiento y renovación acabamos
dependiendo casi por completo. No sobreviviríamos a la barbarie. Pero tampoco
nadie nos asegura que vayamos a sobrevivir al progreso. Ah, cuánto juego y cuánto
material poético nos depara nuestra entrañable incertidumbre de siempre.
Pero la noticia es que unos
científicos, entre los que hay una española que no encontró trabajo en el desierto
de nuestra I+D+i, ya son capaces de clonar células madre humanas. El asunto se
las trae, porque podría servirnos para fabricar órganos de reserva y convertir
el viejo botiquín de los antibióticos en una reluciente vitrina repleta de
vísceras y casquería palpitante. Tan reciclable como el material humano (y
hasta demasiado humano) del que estamos hechos.
Es en este punto cuando ya no sé
si hablarles de la alquimia de la inmortalidad o de la pesadilla del ejército de
clones. Ambas perspectivas me resultan igual de irrelevantes. Vivir es sólo
este sueño y este instante somnoliento en que creemos estar despiertos. Y en
cuanto a los clones, no parece que los gobiernos los necesiten para mantenernos
firmes en las interminables colas del paro, la mediocridad o la impostura
consentida.
Etiquetas: Artículos
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