Pasó el 1 de mayo y ya repican las vísperas de mañana, día
15. Uno puede instalarse en la decepción o la ira, el asombro o la guasa. En la
tristeza. ¿Por qué no también en la esperanza? Debiéramos aplaudir que a la OCB
y demás sindicatos del nacionalismo, más
preocupados por la gramática de los libros de texto que por su contenido, les
sucedan y sustituyan los indignados, las plataformas de afectados por la
hipoteca que no debimos, ay, suscribir nunca, la retórica populista de Ada Colau o Ángela Pons y el escrache cotidiano de quien se mira en el espejo
y no se acaba de gustar. No, no hay manera.
Pero algo salimos ganando con el cambio, porque si los
primeros viven de las subvenciones públicas, los segundos somos todos nosotros,
retratados, al fin, en nuestra infinita y reiterada torpeza.
Es cierto que sabemos muy poco sobre las fuerzas sociales,
el Estado del Bienestar a la carta y el espejismo, acaso tautológico, de una
justicia que parece ceñirse, más que a los hechos, a los caprichos de quienes
se arrogan una representativad política que ya apesta. En efecto. Puede que
todo sea un enorme montaje, una terapia colectiva a la que unos se suman por
inercia o desidia y otros, en fin, porque les va el sustento en ello y no es
cuestión de pasar hambre en nombre de la filosofía o la ética. Por no hablar de
la falacia patética o antropomórfica del discurso de los grandes ideales. O de
la zafiedad de los muy pequeños, cuando dejan de ser privados e íntimos y
muchos los airean como si fueran banderolas. Acaban siéndolo.
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