Es posible que vivir y escribir se me antojen la misma cosa.
Que apenas sea capaz de distinguir las diferencias que pueda haber entre
enfrentarse a una aburrida gestión burocrática o a un simple apaño gramatical;
y que, en ambos casos, tienda a pensar que lo que tengo enfrente (o alrededor o
adentro) siempre son las mismas arenas movedizas, los páramos nebulosos, el
repetido croquis laberíntico de unos jardines subterráneos y la pléyade esquiva
de esas colmenas inalcanzables que me hablan, o eso creo, de un lejano castillo
donde sé que tengo una cita programada con alguien, pero no sé con quién. Quizá
sólo conmigo mismo. O con toda la humanidad a la vez. O con nadie.
Así las cosas, la lectura de la realidad se convierte en lo
opuesto de lo que, según el manual, debiera ser. Se convierte en introspección
y ensimismamiento. En la búsqueda refleja de lo exterior en lo interior. Me
resguardo, pues, en el filo de la intemperie como en el ágora de mí mismo. Como
si recogiéndome en una oración en la que el mundo es una réplica exacta de esos
mismos versículos que recito en voz baja; y esa letanía sonámbula, ese mantra
universal me invade hasta ocuparme del todo. Hasta usurparme.
Es entonces cuando el mundo habla por mí y me convierte en
el médium de un Pacto de Estado en el que debería creer, pero no creo. Hay
mucho burro suelto y en el castillo parece que la fiesta es ya una orgía; y no
hay lugar para la oración donde los presos no anhelan la libertad, sino la supervivencia
de los símbolos o la barbarie de los hechos.
Etiquetas: Artículos
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