El que bosteza
La Telaraña en El Mundo.
Leo a Henry Miller
como a Walt Whitman y a Allen Ginsberg como a T. S. Eliot. A Herman Melville o William
Faulkner como a Philip Roth o Bob Dylan. Suenan la armónica, el piano
y el banjo mientras las bailarinas incendian el salón con sus piernas
larguísimas y sus enaguas de fuego. La gente juega a las cartas mientras alguien
está a punto de desenfundar un viejo revolver con más muescas en la culata que
balas en la recámara. Cojo un libro y resulta ser una Biblia. Los EEUU abren
sus enormes fauces y nos devoran con una cultura que mezcla modernidad y
tradición, orgullo indígena y mimetismo paneuropeo sin apenas inmutarse. Ellos
sí que son un continente, una excesiva y auténtica nación de naciones, un estropicio
orgánico de banderas que pugnan, tan sólo, por ser una estrella más en el cielo
estrellado de sus cincuenta estrellas blancas. Esa refulgente resignación no
nos vendría nada mal.
Pero ya hace tiempo que la tribu dejó de buscar el oro y la
libertad hacia el oeste. Ya hace tiempo que se asentó sobre su propia decadencia
dejando palidecer esa extraña flor que se abre cuando se cierra y que se acaba
convirtiendo, literalmente, en un afilado pensamiento, con su resplandor corrosivo
y visionario: el hechizo indecible de sus pétalos negros y azules. Es cierto,
no existiría el pensamiento sin esos pétalos incendiarios, sin ese sí, pero no,
que nos deja tiritando al filo de la verdad o la mentira, de la vertiginosa eclosión
gramatical o de la revelación mística, catártica, relativamente absoluta. Tras
esa catástrofe de los sentidos o tras ese salto de percepción cualitativo, que
nos abstendremos de describir más a fondo, por pudor, pero también por falta de
palabras, ya no sentimos dolor ni tampoco frustración, pero no nos conformamos.
En absoluto. ¿Por qué habríamos de hacerlo si seguimos sintiendo náuseas?
Hoy les toca, en fin, a los norteamericanos, a los
descendientes de Hernán Cortés o Cabeza de Vaca y del apache Guyathlay (Jerónimo; traducido: el que
bosteza) decidir entre Donald Trump
o Hillary Clinton y uno se asombra
de que ambos estén donde están. ¿Qué extraña perversión de valores puede haber
propiciado sus respectivas ascensiones? No voy a discernir entre la peligrosa
demagogia populista del primero y la vacuidad y torpeza política de la segunda.
No voy a ensalzar la mentira del hombre hecho a sí mismo ni a glosar a la mujer
diseñada para ser la primera presidenta de los EEUU. Ni él ni ella me importan
un bledo. En unas elecciones de este tipo lo único importante es que no salga
elegido el candidato al que apoyan las bestias pardas, racistas, del Ku Klux
Klan o del Movimiento Nacional Socialista. Con eso basta.
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