Los pulmones de Palma
Recuerdo los galgos correr como posesos mientras la liebre
metálica daba unas cuantas vueltas y chirriaba, chirriaba muchísimo. En efecto,
un bosque es un lugar de ficción y un canódromo, por supuesto, es algo así como
un bosque encantado donde se cruzan miradas y apuestas, en el aire, y tan sólo
los más viejos de lugar son capaces de adivinar el dorsal del galgo más rápido,
del que dejará atrás a los demás hasta toparse con la cruda realidad del frío metal
chirriante. Sólo estuve en el viejo canódromo de Palma un par de veces cuando
mi hijo era todavía muy pequeño y cualquier cosa le valía para asistir,
emocionado, al nacimiento del mundo, para asombrarse con montones de cosas que
no acababa de entender y que yo no sabía, tampoco, explicarle. Por fortuna, con
el paso tiempo ambos hemos aprendido a observar el mundo sin que nos importe
demasiado entenderlo. No hay nada que entender: está todo demasiado claro.
Estaba ensimismado en estas elucubraciones cuando le leí al
alcalde de Palma, Antoni Noguera,
sus refulgentes proyectos de un bosque no sé si animado o por animar, una
especie de pulmón inmenso, frondoso, nacionalistamente selvático en el corazón de
Palma, sobre la misma arena polvorosa y árida, desértica, donde antes rugieron
los canes y chirriaron las liebres y mi hijo y yo, sobre todo yo, aprendimos
que no había forma alguna, salvo el chivatazo, de acertar qué galgo tenía más
hambre de liebre y metal, más posibilidades de cumplir, en fin, con las razones
últimas de su entrenamiento diario y alcanzar, así, el final victorioso, el
pódium, la perfecta armonía lúdica y deportiva de la raza y el destino, esos
asuntos tan delicadamente caninos. O así.
Se me hace muy difícil, sin embargo, pensar en Palma y, a la
vez, en bosques, en pulmones urbanos. Algo me chirría y no son las liebres
dando vueltas y más vueltas sin que ningún galgo las alcance, no son los
camiones de la basura rompiendo la calma en mitad de la noche, no son las aceras
eternamente sucias ni los contenedores rotos y repletos de trastos inútiles; es
la certeza de que a Palma los pulmones no le duran ni dos legislaturas y que,
por ejemplo, pasearse por el Parque de las Estaciones es sentir cómo avanza,
implacable, la decrepitud, es comprobar cómo la desidia municipal va
permitiendo que la degradación venza y convenza, que la suciedad lo invada
todo, que los castillos y los trenes donde juegan (o jugaban) los niños
parezcan ruinas abandonadas, que los bancos de los mayores tiemblen cuando
alguien se sienta en ellos, que la última sombra bajo el sol la ocupen, en
definitiva, los que siembran de chabolas un lugar que iba para auténtico parque
de la ciudadanía y se va a quedar, por lo visto, para refugio intempestivo de
indigentes. Vivir para ver.
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