La sinfonía de los mares
La Telaraña en El Mundo.
Mi actividad marinera se reduce a unos cuantos madrugones veraniegos
para embarcar en un llaüt de madera y dejar, estoicamente, que las horas, el
sol, la sal y el hastío me vencieran. Con todo, era divertido bajar a la playa
y encontrar en la arena los restos etílicos, convulsos, hermosísimos, de algún
naufragio: las mujeres rubias, morenas, blancas, negras, mulatas, a cuadros,
rombos, a rayas, corriendo entre risas en busca de sus minúsculos bikinis y los
hombres mirándose absortos en la superficie rizada del mar como en sí mismos.
La verdad es que los peces, por lo general, nunca mostraron demasiado interés
por mis anzuelos al volantí y aunque
podría decirse, sin mentir, que casi me especialicé en llevármelos a casa pillándolos
por la cola no es esa, desde luego, la mejor manera de honrar el noble arte de
la pesca, en absoluto.
Mi actividad marinera se reduce, también, a bastantes viajes
en barcos de la compañía Transmediterránea entre Palma y Valencia, noches o
días enteros, según fuera o volviera, que pasaban lentísimos en cascarones con
nombres tan característicos como Ciudad de Burgos (o de Badajoz, Sevilla, Salamanca
o Toledo: ya no lo recuerdo) sin más camarote que unas butacas de plástico
pegajosas ni más compañía que algún amigo tumbado, como yo, entre los vómitos,
los paquetes de comida y las maletas de familias enteras con niños llorando,
con adolescentes con cara de aburridos y abrumados, con viejos (y no tan
viejos) liándose sus propios cigarrillos como hacen ahora los pocos fumadores
que uno se sigue encontrando aún en las esquinas de algunos hospitales, en las
terrazas de los bares, en las jaulas de algún aeropuerto más o menos exótico
donde la gente deambula como si fuera a alguna parte.
Anduve, anteayer, por la costa observando el perfil
monolítico del crucero Symphony of the
Seas. Repaso sus características y se me encoge el alma: camarotes con
terraza propia, toboganes gigantes, parques acuáticos, piscinas, campos de
tenis, simuladores de surf, un teatro para más de mil personas, pistas de
hielo, restaurantes y bares. Se trata, pues, de la mastodóntica visita de unas
nueve mil personas (y la visita se seguirá repitiendo todos los domingos estivales)
contra la que solamente unas cien personas (lo mejor de cada casa de las muchas,
GOB incluido, que conforman la llamada Assemblea 23-S) han tenido el humor, el
valor y también la ingratitud de sacar no sólo sus pancartas y su turismofobia,
sino también sus importados, impostados y nauseabundos lazos amarillos, tan
fuera de sitio como todos ellos en una tierra que vive del turismo porque no ha
sabido, querido o podido -y aquí el principio de la realidad es el que dicta su
inapelable sentencia- organizarse y vivir de otra manera mejor.
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