La guerra fría
La Telaraña en El Mundo.
A veces me sucede que me canso del aburrido día de la
marmota catalán y me quedo callado, absorto y como sin argumentos, fulminado
por no sé qué extraños juicios, cuando observo que la izquierda y la derecha
políticas se dejan contaminar por el nacionalismo y, entonces, todo se
convierte, más o menos, en lo mismo, en más de lo mismo; y no hay por dónde
coger la escurridiza trama de los días que se suceden sin apenas cambios, sin
apenas esperanzas, sin apenas una mínima estrella de luz en alguna que otra
parte de los cielos intentando mostrarnos un camino que igual existe, pero que aún
no vemos ni intuimos.
Hay muchas cosas, en efecto, que no vemos cuando asendereamos
la vida guiados por la curiosidad o el azar, por sus luces intermitentes y
vacilantes, empujados por espejismos que aparecen y desaparecen en el horizonte
de nuestros pasos, que juegan con nosotros y que nunca logramos, por desgracia,
alcanzar tremendamente lastrados, como estamos, por el peso enorme, en nuestras
adoloridas espaldas, de todo aquello que somos y, sobre todo, de todo aquello
que quisiéramos ser. Demasiadas quimeras, tal vez, en nuestras alforjas.
A veces me sucede que me agobia el regreso extemporáneo de
la guerra fría y me quedo aletargado, sombrío y como sin argumentos, mientras
observo las legiones de espías yendo y viniendo, cruzando los puentes (en mitad
de una niebla espesa que nos resulta familiar porque crecimos, intelectual, física
y filosóficamente, con ella), cruzando los puentes, decía, entre Rusia y
Europa, entre Rusia y los Estados Unidos de Trump, entre Rusia y el señuelo del Brexit, entre Rusia y las
caravanas perdidas en las arenas bíblicas de Siria o el desfile marcial en
Corea del Norte, que precede a todas la guerras, que las simula con sus misiles
de cartón piedra enriquecido, con sus ácidos de ira, con sus venenos de
escorpión y laboratorio; entre Rusia y el mundo entero vía Internet, la web
oscura y subterránea donde la economía real del universo tiene sus humeantes calderas,
sus salas de máquinas, su mazmorra central, su macabro origen y también su fatal
desenlace.
A veces me sucede que me canso de todas estas cosas y cojo,
entonces, las obras completas de Gottfried
Benn (Calima ediciones, 2006, con traducción de José Luis Reina Palazón) y me dejo llevar por cualquiera de sus enormes
tomos de poemas, de ensayos, de textos más o menos autobiográficos; y sonrío,
escéptico, burlón, cuando compruebo que Benn murió poco antes de que yo naciera
y el mundo, por supuesto, no se detuvo: el mundo (y no voy a explicar, en
absoluto, cuánto me fastidia esto) no se detiene nunca por muchos poemas
extáticos que uno quiera escribir y escriba. A veces me sucede que me canso de
todo y no sé lo que hacer o decir para disimularlo.
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